El Maestro Y Las Magas

Mariposa en magia

Mariposa en magia
Image: Lina Marin

De la piel al alma

Cada persona a la que hay que ahorcar requiere una técnica distinta. Depende de su físico.
Verdugo a plazos
Silver Kane

Esos cuarenta días de ausencia del maestro me hicieron consciente de lo importante que era para mí su presencia. Necesitaba tenerlo enfrente confirmando cada una de mis palabras. Sin su aprobación sentía que mis huellas se esfumaban antes de dar los pasos que deberían imprimirlas.

Durante su estancia en Japón nadie estuvo seguro del regreso de Ejo. En realidad, por la vida de privaciones que llevaba, solía alimentarse de las verduras, frutas y pescados que se tiraban en los mercados, y por su escaso número de discípulos parecía absurdo que volviera. Sin embargo, para conservar la unión con su espíritu, continuamos asistiendo cada día al zendó.

Molesto porque Ana Perla, alegando que era la única que podía entrecruzar las piernas en la posición del loto, había ocupado el puesto del maestro y se permitía dirigir las meditaciones, no cesé de toser, hundiendo en el espacio mi aliento convertido en lanza. Nadie pareció hacerme caso. Quien más quien menos se había rodeado de estatuillas de Buda, vasos con flores y reproducciones de objetos mayas. Ana Perla, que era lesbiana, lucía entre sus pulseras tibetanas gruesas cicatrices, vestigios de sus múltiples intentos de suicidio por decepciones amorosas.

Ahora, con el cráneo rapado, se sentía santa y a salvo de una nueva pasión. Para sublimar hormonas nos hacía repetir, una y otra vez, como ranas al borde de un lago milenario cantándole a la luna, el Sutra del Corazón: Gate gate parâgate pârasamgate bodhi svâhâ “, que traducía de una manera traidora: Voy, voy, más adentro, más profundo, Orgasmo, bendición.

Asqueado del fetichismo

Convencido de que Ejo se había disuelto en su país natal, asqueado del fetichismo de sus discípulos, me despedí para siempre tratando de llevarme al gato. Por el escándalo que organizaron, me di cuenta de que lo habían elevado al rango de representante del maestro. Ana Perla insistía en que podía ver un aura dorada alrededor de la cabeza felina.

Una vez más caminé por la avenida Insurgentes rumiando rabia. En una esquina divisé al muchacho que había vapuleado meses atrás, acompañado por otros cuatro vestidos como él, ajustado pantalón vaquero y camiseta sin mangas, dirigiendo señas ambiguas hacia los coches.

Me dio pereza cambiar de vereda. Recordando un koan de Ejo ¿Por qué no ves lo que no ves?, me dije: Lo que veo sólo lo veo desde mi punto de vista, depende de mi buen o mal humor. El mundo es la extensión de mi espíritu. Si los ignoro, estos rapaces también me ignorarán. Invisible, pasaré junto a ellos.

Eran cinco contra uno

O no los había borrado bien de mi espíritu o mi interpretación del koan era errónea: apenas estuve cerca, se lanzaron sobre mí, me arrojaron al suelo y comenzaron a patearme. «¡Macho de mierda!, vamos a enseñarte a respetamos. ¿Qué podía hacer? Eran cinco contra uno. Me cubrí la cabeza como pude, entregué sin protestar mi cuerpo al castigo y me refugié en la mente. Los golpes no me impidieron recordar otro koan:

  • Un monje pregunta al maestro Ummon:
    ¿Qué sucede cuando las hojas se marchitan y caen del árbol?
  • Ummon responde: De mi corazón surge un viento de otoño. Aquello que es irremediable merece ser amado.

Pensando así, acepté con calma la paliza que no podía evitar: por un lado, la merecía; y por otro, salvo unas molestas contusiones, no acabaría con mi vida. Esos muchachos no iban a cometer un crimen. Mi calma se evaporó cuando me arrastraron hasta un callejón vecino y comenzaron a bajarme los pantalones. En esa maloliente penumbra vi brillar sus falos. Se me erizaron los cabellos. Ningún koan me permitiría aceptar ser violado. Comencé a patalear y gritar.

Me inmovilizaron boca abajo con las nalgas al aire y las piernas abiertas. Acompañada por un coro de burlas, una mano diestra me untó saliva en el ano. Sus risas se congelaron cuando una voz femenina exclamó: ¡Déjenlo, es mío! .

Obedeciendo la orden, los agresores se persignaron como si estuvieran delante de una virgen santa y se alejaron a la carrera. Yo creía, por mis meditaciones zen, haber domado mi ego. Me consideraba limpio de todo orgullo. Sin embargo, en ese rincón sombrío, con los pantalones colgando de mis rodillas como un molusco muerto, asaltado por temblores nerviosos, con una absurda voz de niño me puse a lanzar sollozos de humillación.

  • No te avergüences, muchacho. No des tanta importancia a la penetración. Esos jóvenes no son malos, los conozco bien. Cada vez que están enfermos vienen a verme. Si se portaron así contigo es porque ofendiste a uno de ellos. Y de todas maneras, como son profesionales te hubieran poseído sin hacer daño. Tal vez querían hacerte aceptar el lado receptivo, que todo hombre de pelo en pecho reprime por desprecio a la mujer. Ven conmigo, vivo cerca, junto a la taquería. Tienes las rodillas despellejadas, voy a desinfectarlas.

La dignidad que había en los gestos de esa dama, vestida con rigurosa sencillez, me hizo confiar en ella. Mientras caminábamos hacia donde vivía, me dijo:

  • El otro día, después de patear a ese pobre niño, caminaste hablando solo sin darte cuenta. Te cruzaste conmigo, pero no me viste. Ibas insultándote a ti mismo imitó perfectamente el tono de mi voz y mi manera de hablar : « ¡Soy un puto espiritual esperando que Buda venga a poseerme y en pago me dé una iluminación! .

Te desprecias y desprecias a esos muchachos

Sin darte cuenta de que, tanto como tú, dan un servicio. Ellos a sus clientes, que en su mayoría son padres de familia que liberan pulsiones homosexuales, y tú a las diosas… Al meditar desarrollas la consciencia, y precisamente para eso nos han creado las diosas. Su juego es lograr que la totalidad de la materia devenga consciente. Al final de los tiempos este universo ha de ser puro espíritu. Sutilizando tu cuerpo, ayudas a las Supremas Creadoras a lograr su obra.

  • Con razón exclamabas, me volvió a imitar: ¡Basta! ¡Meditar, inmóvil como un cadáver, no me sirve de nada!

En esencia un canto de amor

Al convertir tu cuerpo en una estatua sigues el camino contrario, aquel que las diosas ya recorrieron y agotaron: materializar el espíritu. Todo lo que tus ojos ven, lo que oyes, gustas y tocas, son divinidades petrificadas. Cada piedra, cada planta, cada animal, encierra una consciencia que debe ser liberada, no por medio de una destrucción sino por una mutación. Aunque no lo creas, esto que llamas realidad es en esencia un canto de amor. Todo puede echar alas, incluso el excremento. Debes darte cuenta de que estos prostitutos, en cierta manera, son santos. Tan santos como esa mendiga que duerme junto a los cubos de basura. El otro es aquel que ves en ti.

Templos y también tumbas

Al lado de la taquería, entre altos y descascarillados muros, se abría un callejón. En el fondo, nos esperaba una escalera de caracol decrépita. El humo grasiento de los tacos al carbón, que salía por la chimenea de la cocina, se introdujo en mi nariz, y comencé a toser. El hedor se me hizo insoportable. Doña Magdalena, sin alterarse, continuó subiendo con dignidad de reina. Llegamos frente a una puerta de latón, muy baja. Para atravesarla tuvimos que inclinar la cabeza.

  • La oí murmurar: La llave de toda puerta es la humildad. En su pequeño apartamento, un perfume dulce amenguaba el olor a grasa. Es copal. Se usa para sahumar templos y también tumbas.

Era un cuarto rectangular, con una sola ventana, de paredes blancas sin adornos. En lugar de luz eléctrica, en cada esquina había una vela, larga y gruesa. En medio, bajo un pequeño tragaluz, una mesa para masajes. Detrás de una cortina, un cuarto de baño. Detrás de otra, una cocina. Un cajón de madera terciada servía de ropero.

Doña Magdalena

Me invitó a sentarme en la mesa de masaje. Apenas puse mi trasero en la superficie forrada de tocuyo, me untó la cara y los lugares contusos con una crema que olía a benjuí, con toda suavidad. Al poco rato se apaciguaron mis dolores, al mismo tiempo que ella parecía cambiar de personalidad. La sentí de otro mundo. Su mirada profunda y limpia me causó el efecto de una droga. Cesaron los ruidos que venían de la avenida, se esfumaron voces y olores, la realidad adquirió la consistencia de un sueño… Habló lentamente, con un tono grave, preciso y monótono, como si estuviera recibiendo un dictado…

  • De momento no sabes quién eres, pero te buscas con tal intensidad que hemos decidido ayudarte, nosotras, las elementales partículas de la consciencia eterna.
  • Lo que te vamos enseñar no es sólo para ti: la semilla se da al sembrador para que haga fructificar la tierra. Lo que te sea dado, será también para los otros. Si lo guardas, lo pierdes. Si lo das, por fin lograrás tenerlo. Hasta ahora has trabajado inmovilizando tu cuerpo al considerar que por efímero no te pertenece, cadáver donde tienes que encontrar lo que eres: un espíritu inmortal. Sin embargo, hijo nuestro, también tu espíritu te ha sido prestado y está condenado a desaparecer.

Tanto él como el cuerpo deben perder la esperanza de ser inmortales para, cesando de vivir separados, unirse como macho y hembra, libres de la tiranía del tiempo, sumergidos en un instante sin fin, entregados a crear un sublime estado de felicidad. Cuando disuelvas los contrarios, los coagules, y habiendo sido dos te hagas uno, en la oscura noche brillará una estrella.

Esa felicidad de estar vivo alimenta al ojo divino que desde el centro de tu efímero ser te espía. Si tu alegría es genuina, si has calcinado todas las esperanzas, si cesas de ser un cuerpo que soporta a un espíritu o un espíritu que carga con un cuerpo, si eres al mismo tiempo materia densa y transparencia, serás recibido en el seno de la Diosa tal como una oveja descarriada vuelta al redil Tu dicha individual será la misma del cosmos. Si hasta ahora has ido por el camino mental, nosotras te guiaremos por el camino corporal. Si así te conviene, regresa mañana a mediodía.

Doña Magdalena me recibió completamente desnuda

Cuando salí del callejón me sobrevino un cansancio tan profundo que apenas pude levantar el brazo para hacer señas a un taxi. Al llegar a casa caí en la cama, sin fuerzas ni para quitarme los zapatos. Dormí desde las cuatro de la tarde hasta las once de la mañana. Me levanté de un salto, lavé mi cara y mis dientes en unos minutos y salí corriendo para llegar a tiempo a la cita. Apenas llamé a la pequeña puerta de latón, se disipó mi ansiedad y me invadió una extraña calma. Doña Magdalena me recibió completamente desnuda.

Hasta ese día, para mí ver una mujer sin ropa había sido motivo de excitación. Pero Magdalena, en carnes, parecía vestida con su alma. Su calma, su dignidad, la armonía de sus movimientos, el tono parejo y oscuro de su piel, la hacían parecer un ídolo de greda. Ante tal naturalidad me avergoncé de mis pudores, del desprecio con que portaba mi organismo, del tajante contenido sexual que proyectaba en mi carne. En realidad siempre había considerado mi cuerpo como un tumor de mi razón, un vejestorio futuro, un nido de gusanos.

  • Basta, muchacho, deja de torturarte. Comenzaremos el trabajo por los atavíos que te cubren. Los trajes son la noche oscura, al irte desprendiendo de ellos conocerás las primeras luces del alba. ¡Quítate el reloj, deja de medir el tiempo!

Su perentoria orden me sumió en una especie de trance. Perdí el apuro. Me invadió una lentitud de ensueño. Magdalena, moviéndose con la tranquilidad de una partícula de polvo flotando en un rayo de sol, comenzó a quitarme la chaqueta de cuero. La abrió milímetro a milímetro, como si me desollara, haciendo que cada segundo durara una eternidad. A medida que era retirada, la vestimenta fue tomando formas diversas, convertida en una gran ameba negra… Me hice consciente de la multitud de movimientos que debía emplear para sacar los brazos de las mangas. Desvestirse a esa mínima velocidad se convertía en una expresión artística donde la danza, entremezclada con la escultura, daba vida sagrada a la prenda.

  • Has llegado cubierto con los restos de un animal asesinado. Ese dolor, amalgamado en el cuero, traspasa tu carne y se asienta en tu alma. La piel entera es un ojo que absorbe al mundo. Ten cuidado con los materiales con que la cubres. Todo objeto tiene su historia. El lino, la seda, el algodón, la lana, son elementos puros que no empañan tu mente. El resto es maligno, ataca tus células, te desequilibra el sistema nervioso, inyecta sufrimiento en tu sangre.

Poseído por sus lentísimos gestos y por su voz delicada pero con la profundidad de un lago, sentí que me perdía en un laberinto de nubes. Cuando desperté, estaba de pie, desnudo. Magdalena terminaba de ordenar mi ropa, doblándola con un cuidado extremo, como si fabricara pajaritas de papel.

  • La ropa usada sin consciencia es un disfraz. La mujer y el hombre sagrados no deben vestirse para parecer sino para ser. Las vestiduras tienen una forma de vida. Cuando corresponden a lo que esencialmente eres, te aportan energía, actúan como aliados. Cuando corresponden a tu personalidad desviada, te chupan la fuerza vital. Y aunque sean tus aliadas, si no te preocupas de ellas, si no las respetas, se vengan enturbiando tu consciencia. ¿Comprendes ahora por qué debemos doblar nuestra ropa igual que se pliega la bandera patria o un ornamento sagrado? ¡Sígueme, te voy a bañar!
  • Lavé mi cuerpo antes de venir.
  • ¿Cuál de ellos? Tienes siete. Y el que te imaginas único es un cadáver ¡Compórtate entonces como tal!

No supe qué contestar. Hice lo que ella me pedía: olvidé mi voluntad y me dejé caer al suelo. Tomándome por sitios muy precisos, me alzó sin ninguna dificultad, me llevó a la habitación de al lado y me sumergió en una tina llena de agua tibia.

  • Tus antepasados tenían por costumbre lavar a sus difuntos antes de enterrarlos, no porque creyeran que estaban sucios sino para liberar la carne y sus seis cuerpos intangibles de sus lazos incorrectos con la materia.

Me jabonó vigorosamente de pies a cabeza, me enjuagó, volvió a jabonarme, y así siete veces seguidas. Lo hizo con tal fuerza y tal minuciosidad que, a medida que repetía los lavados, me fui sintiendo más liviano, respirando mejor. Me sacó del agua para aplicarme un perfume que olía a incienso.

  • Es gálbano, muchacho. Los sacerdotes judíos sahumaban con él sus altares de oro. Cada cuerpo humano es un altar.
  • Me alcé sobre las puntas de los pies, invadido por una sensación de felicidad, con ganas de danzar.
  • No cantes victoria todavía. Si te sientes ahora bien, te sentirás mucho mejor cuando termine de rasparte…

¿Rasparme? Sin preocuparse de mi cara de extrañeza, me sentó en la mesa de masajes, tomó un cuchillo de hueso y comenzó, con la punta roma, a rasparme la piel, centímetro a centímetro, como si le sacara una invisible costra.

Con los años los innumerables miedos, a morir, a perder a los seres amados, o el territorio, la identidad, el trabajo, la salud, se condensan en forma de minúsculos granos bajo la piel. Por otra parte, las auras de los seis cuerpos impalpables, al ser inhibida su capacidad de expansión, se encogen una sobre otra hasta formar una coraza invisible pegada a la piel que nos impide unirnos al verdadero mundo, no aquel que es pensado sino el que nos piensa.

Esta armadura te encierra separándote de los otros, de tu planeta, del cosmos. Te hace vivir en la infernal oscuridad, porque la luz del alma es la unión. Vas a darte cuenta de que el cuerpo humano es inmenso; rasparlo entero exige no menos de tres horas. Y aun así, para quitarte el miedo y sacarte del calabozo carnal, una sesión no basta: tendremos que repetirla nueve veces más.

Susurrando una nana comenzó, con una paciencia infinita, a raspar todo mi cuerpo, incluyendo el cuero cabelludo, los dientes, la lengua, el paladar, el interior de las orejas, los párpados, las uñas, los testículos, el pene, el ano. Lo hizo con tal precisión que no sentí cosquillas en la planta de los pies ni en ningún otro lugar. Sus manos decididas, hundiendo el cuchillo a la profundidad necesaria para disolver los gránulos, ni dolorosa ni demasiado suavemente, me parecieron las de un escultor que al eliminar lo inútil revela la forma que la materia contiene.

Durante nueve días

Cuando volví a mi casa, ya era de noche. Me bastó un mango como cena. Estaba tan lleno de energía que me fue imposible dormir antes del alba. A las ocho de la mañana me levanté sin sentir la menor falta de sueño. Durante nueve días, doña Magdalena repitió el raspaje, cada vez hundiendo la punta roma más profundo. Desapareció mi opacidad. Comencé a sentirme transparente. Vi la ciudad y sus habitantes de otra manera. Cesé de criticar, me sentí responsable. La euforia de vivir barrió como un vendaval mis habituales angustias.

Magdalena, como las nubes, cambiaba de personalidad, incluso de apariencia me atrevería a decir, cada vez que me recibía. Nunca pude asir su espíritu. Recuerdo que dijo: «Soy una silla vacía». Con sus manos me fue transmitiendo lo sublime, inyectando su humilde sabiduría en mi corazón así como ciertos insectos depositan sus larvas en el cuerpo de otro para que se nutran de su sangre, se desarrollen y más tarde surjan transformadas en esplendorosas crías. Después de rasparme el cuerpo entero diez veces, con una pequeña varilla me limpió las orejas, me las perfumó y por fin me las untó con un poco de miel.

 Concéntrate

Ahora sí que te puedo hablar, porque para mis palabras tendrás oídos dulces. Concéntrate. Siente tu cuerpo. Date cuenta de que lo tratas como a una máquina, como a un verdugo al que se debe castigar. Se le permite ver, oír, olfatear, saborear pero a su tacto se le adjudican proyectos morbosos. En todo momento, aun desnudas, nuestras manos llevan guantes.

La civilización las ha convertido en herramientas, en armas, en dedos para presionar teclas. Al servicio de la palabra, como animales amaestrados, sólo sirven para subrayar conceptos, han dejado de ser transmisoras del alma. No tienes manos, muchacho, tienes pinzas culpables: siempre que tocas, robas. Debes aprender otra vez a sentir tus manos.nVamos a ver si puedes abrirlas.

Separa los dedos, estira las palmas.

Más ¿Ves cómo no puedes hacerlo a fondo? Te cuesta soltar lo que crees que es tuyo. Llevas asido un lastre invisible: tus seguridades, tus miedos a dejar de poseer, a perder lo que crees necesario. Te contentas con un puñado de monedas sin saber que es tuyo el dinero de todo el planeta. Abre tus manos hasta sentir que pierden los límites, que abarcan a la tierra entera, al cielo infinito, al universo eterno. No quieras conservar nada, no quieras poseer nada, acepta darlo todo, recibirlo todo. Siente como inspiran y expiran siguiendo el ritmo de tus pulmones; siente el flujo y reflujo de la sangre, inclúyelas en el palpitar de tu corazón, deja que se nutran del calor de la vida. Una vida que no tiene fin porque, siendo puro amor, es inmarchitable… Ahora repliega tus dedos. Ve la fuerza noble que trasciende tus puños, son dos guerreros dispuestos a luchar hasta el fin contra la muerte y luego, como dos flores sagradas, a abrirse para que de tus palmas surja el aroma de la nueva vida. Por favor, hijo mío, recupera la memoria.

Siente empequeñecer tus manos. Más pequeñas, Más. Llevas en ellas las sensaciones de cuando fuiste feto: palpa el agua divina que te sumerge en el seno de tu madre, siente la inocencia, la inmensa ternura que se aposenta en cada célula de tu carne, el agradecimiento al misterio que les permite nacer, el goce de la energía que otra vez vuelve al mundo, una vez más el don de la materia, alma nacida en el centro de la carne. Hazte madre de tus manos, promételes el mundo, enséñales a ir más allá de lo denso, déjalas conocer la secreta poesía del espacio, ponte a esculpir volúmenes en el aire. Visualiza las formas que vas creando, que no sólo tu tacto conozca esas esculturas invisibles.

Ahora crece. Deja venir el recuerdo, que surjan de tus palmas esas primeras caricias… No tenías experiencia sensual, todo era nuevo… Ibas palpando las distancias, no había separación, sabías que si estirabas tus brazos podías tocar las estrellas… En esas manos llevas ahora mismo todo el pasado. Siente cómo aún son garras, pezuñas, tentáculos, ve más profundo, llega hasta cuando fueron metal, piedra, energía primordial. Ahora regresa, palpa hacia el futuro, siente alargarse tus dedos, volverse transparentes, devenir alas, ondas luminosas, canto angelical ¿Ves la fuerza que puedes transmitir? Si les quitas los guantes mentales, tus manos exudarán un aura dorada.

Magdalena abrió sus manos ante mi rostro

Entonces Magdalena abrió sus manos ante mi rostro. Las vi rodeadas, tal como ella decía, de una luminosidad dorada. Las apoyó en mi pecho y comencé a llorar. Me di cuenta de que lo que estaba recibiendo no era de ella. Por un contacto al parecer simple, pero en realidad mágico, me trasmitía una información que me faltaba desde que mis padres me habían concebido: el amor divino. Todavía no tienes estructura. Eres un hombre sin esqueleto. Si no tienes huesos, ¿cómo puedes acariciar?

Me tendió en la camilla y comenzó a palparme Me pareció que sus dedos se hundían en mi carne hasta asir la osamenta. Una parte esencial que, por miedo a la muerte, yo había querido olvidar. Fue presionando hueso a hueso, entrando en los recónditos rincones, delineando las formas, haciéndome sentir su fuerza medular.

Nunca más volvería a moverme igual, antes mis gestos habían sido superficiales, sólo de carne, ahora tenían un eje sólido pero rebosante de vida, su blancor era tiempo concentrado al que no se lo comería la tierra, mi diferencia a la par que mi igualdad: yo era un esqueleto semejante a todos los otros esqueletos, pero imbuido de alma personal.

Tú sabes pedir, lo has hecho desde que naciste: alzas tus brazos, estiras las manos, abres la boca hacia el cielo esperando la caída del maná. Hijo mío, has olvidado que la tierra te enseña a girar alrededor de un eje, como la galaxia, como el universo. Si no tienes eje eres un pantano, un magma de esperanzas que nunca se eleva, una enredadera a la que le falta un muro para crecer. Tus huesos se desarrollan girando alrededor de sí mismos. La inclinación y la traslación encuentran su raíz profunda en la rotación.

Magdalena, con sus manos convertidas en tenazas, asió uno tras otro pacientemente el peroné, el húmero, el cúbito, el fémur, la rótula, la tibia, y comenzó lenta pero implacable a hacerlos girar hacia fuera, como si estuviera abriendo un féretro largo tiempo cerrado Tenso al comienzo, después de sobrepasar ligeros dolores comencé a sentirme liberado de un caparazón que comenzaba en mis huesos y continuaba en mi espíritu.

Tus brazos, tus piernas, tu columna vertebral, por miedo a los otros, sin que te des cuenta, tienden a girar hacia dentro obedeciendo a una memoria fetal. Tu esqueleto tiene reacciones de erizo: al menor peligro se enrolla. Pero el tiempo avanza sin posibilidad de retroceso. No puedes convertirte en una bola, separado del mundo. Esos huesos saben que un día flotarán en el cosmos. Tu esqueleto, atraído por el futuro, tiene posibilidad de abrirse, como una flor de la cual aún eres el capullo cerrado.

Y basta ya de caminar con un muro negro tras tu espalda. Llevas en la nuca el mundo convertido en noche. Gira la cabeza, que tus ojos alumbren lo desconocido. Aún más. Hacia la izquierda, así, hasta que se borre el concepto nuca.  Ahora hacia la derecha. No estás obligado a avanzar arrastrando una oscuridad. Tu cuerpo no tiene delante, ni detrás, ni costados; es una esfera rutilante.

Y poco a poco Magdalena me hizo girar la cabeza hasta que no hubo un solo sitio que yo no pudiera ver. Dejé de sentirme atacado por un enemigo oculto en la noche que anidaba en mi espalda.

Si los huesos son seres

Las articulaciones son puentes por donde has de atravesar el tiempo. Cada una de tus edades sigue viviendo en ti. La primera infancia se guarece en tus pies. Si dejas a tu bebé encerrado allí, te traba la marcha, te sumerge en una memoria que es cuna y prisión, te corta del futuro, te empantana en el pedir sin dar y sin hacer. Deja que la energía acumulada en tus plantas, dedos, empeine, suba hasta las canillas, te transforme en niño: juega, baila, patea el aire como si fuera un gigante al que dominas. Pero no te quedes ahí, asalta esa fortaleza al parecer inexpugnable que son tus rodillas.

Por delante presentan una coraza al mundo, pero detrás, en la intimidad, te ofrecen la sensualidad del adolescente. Las rodillas conquistan el mundo, te permiten ocupar como un rey tu territorio, son los caballos feroces de tu carro. Pero si no sigues subiendo, madurando, ahí te quedarás, encerrado en tu castillo. Vamos, entra en ellas y sube por tus muslos, hazte adulto, en las articulaciones que unen tus húmeros a la pelvis descubre la capacidad de abertura de tus piernas.

Ante ti, mi héroe, se presenta la sagrada columna, cada vértebra es un escalón que te lleva de la tierra al cielo. Desde la grandeza y potencia de las lumbares, trepa hacia las sentimentales dorsales y llega a las lúcidas cervicales, para recibir la caja craneana, cofre de los tesoros que culmina en diez mil pétalos abriéndose hacia la energía luminosa que llueve del cosmos. Y ahora que has aprendido a abrirte, no te quedes encerrado.

Decidió entonces pellizcar zonas de mi piel para estirarla, del pecho, de la espalda, de las piernas, de los brazos, de los párpados, de la nuca, del cráneo. Estiró también el forro de mis testículos. Lo vi abrirse como un gran abanico, desplegando sus energías contenidas. Esa bolsa que desde siempre se había encarrujado como una corteza, abandonaba sus deseos de proteger el esperma y se abría al mundo, con alegría, sin aprehensión, en una extensa sonrisa.

Hacia afuera; entra en el aire y sus fragancias ocultas, siente prolongaciones hasta el infinito, transforma en alas los omóplatos, ofrece el pellejo del vientre como una copa amante absorbiendo sin temor el mortal destino. Tu piel no es una cárcel que te priva del mundo, no vives encerrado en una ilusión que llamas dentro. Permite que te lleve hacia «afuera» para que cese el infierno de la separación.

Que tu cuerpo se alargue hacia las seis direcciones: hacia delante, donde se acumulan los proyectos; hacia atrás, donde diez mil manos santas te empujan a la vida; hacia tu lado derecho, por donde nacen los innumerables soles; y también hacia la izquierda, ocaso donde la partida es una promesa de regreso; hacia abajo, abismos donde reina la antorcha que es imposible apagar; y hacia arriba, más allá de las estrellas, luminosa ausencia en la que se esfuman las palabras.

Así, sigue extendiéndote para que, al llegar al borde que se sumerge en la voluntad invisible, sientas que eres una esfera creciente y descubras tu centro. Reconoce ese diamante, ese Ojo en llamas, misterio que nutre tanto al bien como al mal, dependiendo del empleo que le des.

Perdí la noción del tiempo. Cuando terminó de estirar mi piel y me sentí tan ligero como una nube, me di cuenta de que ya era medianoche.

La esencia es inmortal

Ésta es la hora en que la visión de la lechuza se hace perfecta. La tierra le parece un ser vivo compuesto de amorosas ondas. Una de ellas es el alimento. La rata lo sabe y se le ofrece sin intentar huir. Entrará en la energía que la tritura y se convertirá en ave. La esencia es inmortal. Sólo cambia de forma. Como la rapaz, verás al amoroso mundo enviarte toda especie de alimentos. Para tu cuerpo y tu alma. No te preguntes qué son, acéptalos, vienen de lo más profundo de ti mismo. Ahora puedes irte. Por el camino no hables con nadie. Sólo escucha.

Descendí por la avenida Insurgentes sin ningún temor, a pesar de que un apagón eléctrico había sumido al barrio en la oscuridad. Los asaltantes pasaron junto a mí como trozos de terciopelo negro, sin verme. Mi realidad ya no era la de ellos. En cambio una mariposa nocturna, del tamaño de mi mano, vino a posarse en mi pecho, dando aleteos como si tratara de entrar. Para ella tal vez mi corazón relumbraba como un pequeño astro.

Cuando regresé a la mañana siguiente, doña Magdalena estaba calentando al baño María un cántaro de greda lleno de un líquido espeso. Cuando éste comenzó a hervir, vertió en él unas plantas que había triturado en un mortero. Mientras se enfriaba, revolvió el mejunje hasta que se solidificó.

Es vaselina a la que agregué ajedrea, ilangilang, salvia, romero y sobre todo marihuana. Con esta pasta voy a vencer tu voluntad. No quieres soltar la rabia ni los recuerdos dolorosos. Los acumulas en tus músculos en forma de contracciones que te dan la sensación de existir. Si los relajas, al desaparecer tu solicitud de ser amado, tus angustias de abandono o tus rencores, te sientes desaparecer. Crees, niño triste, que el sufrimiento es tu identidad. Mi pasta dará energía y placer a tu piel. Conocerás el bienestar corporal, y aportará paz a tu alma.

El mundo cesará de ser tu enemigo, te sentirás invulnerable, aceptarás como amiga a la materia sintiendo que el cosmos es una cuna. Olvida al macho, deja surgir a la hembra, entrégate, no te resistas, elimina toda actividad, hazte agua, esposa la forma de mis manos…

Cuando estuve desnudo, me acostó de lado y comenzó a masajear uno a uno mis músculos.

Entra en tu carne y conoce la humildad

Concéntrate, asegúrate de que los sientes. Deja de estar viendo siempre una imagen mental de ti mismo. Cada vez que te sorprendas observándote, regresa a la sensación de tu cuerpo. No eres el personaje de una película. Si te escapas del organismo para hacerte observador, éste se convierte de inmediato en calabozo. ¡Vamos, avanza! ¡Hacia ti, más, más cerca aún! ¡Entra en tu carne y quédate ahí para que conozcas la humildad, ¿comprendes? Hasta ahora has creído que ser humilde era disminuir tu valor, ocultarlo detrás de una máscara sumisa, sin darte cuenta de que has caminado por el mundo sin verlo directamente, distraído por lo que crees valer o no valer.

Humildad, mi niño, es cesar de proteger tus creencias, de afirmar a cada momento tu existencia, de demostrarle a quien poco le importas que merezcas estar vivo. Anda, suelta, no tienes nada que justificar. Entra en tu cuerpo, despójalo de finalidades, no lo invadas con tus dudas y defensas. Entrégate, que te coman los buitres, que las furias te arranquen los intestinos, que te pudras, que te conviertas en ceniza, suelta, cada uno de tus músculos es un cofre cerrado, te los voy a abrir.

Esta sensación de abertura se expandió

La vaselina mezclada con plantas me produjo un bienestar que nunca antes había conocido. Magdalena, con sus dedos sabios, fue penetrando milímetro a milímetro en mi carne hasta lograr identificar cada músculo, tratando a esos cuerpos estriados como si fuesen fetos de un ser superior queriendo nacer. Hundiendo en el centro de ellos los dos pulgares, e introduciendo el resto de los dedos por debajo, los estiraba hacia los lados como si abriese el caparazón de un langostino. Esta sensación de abertura se expandió por todo mi cuerpo hasta hacerme estallar en llanto.

Guardaba dolorosos recuerdos encerrados en esos músculos. En las pantorrillas, los puntapiés que mi madre me daba por debajo de la mesa para hacerme callar cuando venía la abuela a cenar, cualquier frase que yo dijera le parecía una falta de respeto hacia esa severa anciana. En el brazo derecho, la furia contra mi padre, el puñetazo retenido durante años, aquel con el que deseaba ensangrentarle el rostro por haberme aterrorizado de tal modo, tratando de hacer de mí un valiente.

En la espalda, entre la columna vertebral y los omóplatos, el insoportable vacío de caricias. Y en los tobillos, como tajos de guadaña, la tristeza de haber sido desraizado a los 9 años de mi aldea natal. En sólo un día, al perder a mis amigos y mis lugares preferidos, el cielo sin nubes, el aroma del mar y la caricia del aire siempre seco de los cerros áridos, adquirí una tensión en las piernas que convirtió mis pasos ágiles en pesado arrastre por las calles de ciudades ajenas.

Estabas lleno de cofres cerrados

¿Te das cuenta? Estabas lleno de cofres cerrados, guardando tristezas, sufrimiento, rabias, frustraciones. Cuando reviví tus huesos te hice ir hacia adentro; cuando estiré tu piel, hacia afuera; al abrir cada uno de tus músculos te impulsé hacia los lados, alba y crepúsculo al mismo tiempo. Ahora que te he vaciado de esos recuerdos, presos en las fibras de tus músculos como insectos en telarañas, aparecerán tus vísceras, amigas ignoradas, siempre a la sombra, trabajando para ti día y noche aunque tú no se los agradezcas… Siéntelo: introduzco los dedos en la parte superior de tu abdomen, en el lado derecho, y lo palpo, lo acaricio, lo recorro para que sientas su generosa forma… es tu hígado, mi niño, tu potente, honesta y fiel víscera, que vibra porque sabe que la reconoces.

Escucha su voz grave: Yo soy el portero, ese que trata de impedir el paso del veneno, no sólo el que ingieres por la boca, sino también el que infecta tu espíritu: cada palabra mordaz me obliga a combatirla, cada ira contenida me carcome, los inesperados ataques del mundo vienen a golpearme, y yo hago lo que puedo para preservarte, solicitando tu atención con pequeños dolores, aumentando la secreción de mi bilis, almacenando vitaminas. Quiero para ti la inocencia, que como agua pura las palabras desciendan desde los oídos a tu alma, quiero que arranques de cuajo las raíces de la crítica para que tu sangre corra como un río limpio.

¡Dame la fuerza suficiente para impedir el paso a los demonios de la gula, de la envidia, de la decepción! No te conviertas en mi enemigo, no me ataques con sustancias que no puedo asimilar, no sólo eres lo que comes sino que también comes lo que eres: si introduces en mi templo materias, pensamientos, sentimientos, deseos que te son ajenos, se convierten en toxinas».

Cuando Magdalena imitaba la voz del hígado, me parecía oír el ronroneo de una pantera negra. Sus repetidas y acariciantes manipulaciones me fueron haciendo sentir una víscera blanda, cálida, grande y plana como un lenguado, despidiendo ondas de fidelidad y energía comparables sólo a las de un perro. Me di cuenta de que mi cuerpo, atrapado entre los hielos del desamor de mis padres, recibía de él constantemente un licor regenerador, y eso lo fatigaba. Por primera vez en mi vida tuve piedad de mi hígado. Para permitirle descansar, pedí a Magdalena que me liberara del sufrimiento.

Niño querido del alma

Eso que me pides sólo puedes lograrlo entrando en tu corazón. Segundo tras segundo, ese amigo que es pura devoción, como una divina noria, está haciendo circular la vida en ti. Late con un ritmo que viene del momento en que el ancestral espíritu se manifestó. Si te concentras, sentirás en tu pecho la palabra primera, el redoblar del trueno que genera existencia, la danza de la materia obedeciendo la incesante orden de la multiplicación. Bajo tus costillas llevas un motor terco, obcecado, seguro como una flecha que avanza en un cielo vacío, ave gigante que te lleva hacia la eternidad.

Para eso, no debes contrariarlo. Cualquier frustración contrae algún músculo y, siendo tu corazón el rey de ellos, se resiente de estas tensiones por muy pequeñas que sean y las va acumulando, perdiendo así poco a poco el interés por llevarte al puerto divino. Entonces te castiga, castigándose. Se debilita, se empantana, desentona, tartamudea… Y esa pérdida de ritmo anuncia que para ti las puertas celestes se están cerrando.

Deja que mis masajes le devuelvan la confianza, cree en él para que él vuelva a creer en ti, siéntelo, envíale una sangre transida de amor, no lo rechaces ignorando su presencia por creer que es un reloj que cuenta los minutos que te llevan a la muerte. El corazón no amenaza ni cuenta nada, su labor esencial es verter la esperanza en tus venas. Déjalo palpitar, imagina que es un águila, monta en su lomo, mira cómo abre sus inmensas alas, cómo te lleva hacia un futuro milagroso. Estás tan acostumbrado a vivir como una víctima que la felicidad que en este momento recibes te hace llorar.

Tiene que cesar este sufrimiento de huérfano, voy a despertar la consciencia de tus pulmones, ellos conocen la alegría del aire, del canto, la victoria de haber surgido para siempre del agua; macho, tres lóbulos el derecho, y hembra, dos lóbulos el izquierdo, aspirando la transparencia del mundo te invitan a ascender hasta más allá de las estrellas. Suelta todo el aire, no pienses que te estás ahogando, siente ese esponjoso par de amigos, así, vacíos, y ve comprendiendo cómo adoran el espacio infinito. Consérvalos ociosos, sin contraerte, tranquilo, lo más que puedas, mientras observas cómo tu esqueleto, tu carne, tu piel, suplican su invisible alimento. Y ahora, suavemente, deja entrar ese necesitado oxígeno, ese manjar exquisito.

Quédate con él dentro, guárdalo lo más que puedas, haz de él un elixir que penetre en cada célula enriqueciendo su núcleo de consciencia. Expira lentamente, enriquece a tu vez el mundo: cuando los pulmones reciben el don del cielo, al aire respirado tú le das las energías de la tierra, eres el puente, por ti los ángeles van y vienen, suben y bajan como en el sueño de Jacob…

Sentí que formaba parte esencial del mundo

Que mi respirar daba vida a la tierra y a las plantas, que mi ritmo cardiaco y pulmonar se unía al ritmo de la totalidad de los animales, no había separación entre nosotros y las nubes, aspirando y expirando podía crear astros en mis manos.

  • Magdalena, al ver mi rostro enrojecido por el éxtasis, se echó a reír.

¿Comprendes? Habías vivido toda tu vida sin darte cuenta del inmenso placer, del milagroso intercambio que es respirar. Cuando limpies tu mente, el aire que despidas purificará a los seres y a las cosas. Tu paso por el mundo será una siembra continua. Escucha bien, hijo querido del alma: hay dos maneras de esculpir, una como los artistas, otra como los dioses. Los artistas toman un bloque de materia y crean su escultura desde la superficie hacia el interior. Los dioses parten de un centro, la fuente de origen, donde se concentran, y desde allí hacen crecer la obra, el cuerpo, del interior al exterior.

Las vísceras que hoy te han hablado se llaman así porque moran en el interior de tu cuerpo. Si estuvieran en la superficie de él, se llamarían órganos. El sexo de nosotras, las mujeres, interno, es una víscera. En vosotros, los hombres, la víscera se hace órgano. Nosotras sentimos nuestra vulva como un centro creador. Vosotros sentís el falo como un compañero, una herramienta placentera, y lo separáis del centro emocional. Acuéstate, voy a dar raíces a tu sexo…

De ninguna manera el masaje que comenzó a darme Magdalena tenía relación con la masturbación o las caricias eróticas. Me lo advirtió muy bien antes de comenzar:

No te confundas

Observa, tomo uno de tus pies, siente la calidad de mis manos, son tiernas, ¿verdad?, lo sostengo igual que una madre a su bebé; ahora tomo tus genitales, la calidad no cambia, es la misma ternura maternal, la que protege y cura. No temas, no te defiendas ni avergüences, es normal tener una erección, déjate manipular, no busques el placer sino la comprensión.

Magdalena asió con su mano derecha mi miembro y apoyó el índice de la izquierda en el orificio de mi uretra. Hizo una vibrante presión, concentrada totalmente en la yema de su dedo, y tuve la sensación de que creaba un diminuto sol que, en vez de quemar, emitía vida. Fue descendiendo por la parte superior del glande, luego trazó un invisible surco en el cuerpo, atravesó por el pubis y fue subiendo hasta mi ombligo, después hasta el plexo solar y, por fin, detuvo su trazo en el punto más alto de mi cráneo.

  • Ésta es la primera raíz de tu órgano, llega hasta la cima de tu calavera y chupa como alimento la energía que llueve de los cielos.

En seguida volvió a colocar el índice en la boca de la uretra, esperó un instante hasta crear el punto intenso y luego fue bajando el dedo, pasando por el frenillo, hasta llegar a los testículos, atravesó el perineo, subió por entre los glúteos, recorrió la columna vertebral, la nuca y otra vez llegó a lo alto del cráneo.

  • Si la primera raíz absorbe las energías luminosas, esta segunda entra en la noche que habita en tu espalda, llega a la voluntad que se fabrica en tu nuca y se reúne con la otra en el punto más alto, aquel que te ata a las estrellas. Lo principal está hecho, ahora te haré sentir las múltiples raíces que se incrustan en las diferentes partes de tu cuerpo.

Y Magdalena, infatigable, estableció líneas por todo mi organismo: comenzando en la cabeza del falo, se extendían hacia la palma de mis manos, la planta de mis pies, mis costillas, la base de mi garganta, mis ojos, mis orejas, mi frente. Poco a poco fui sintiendo que tenía entre mis piernas un árbol de poderosas raíces que, pasando por mi cuerpo y saliendo por mis pies y mi cabeza, se incrustaban hasta llegar al centro de la tierra y a cada astro del cosmos.

Hijo querido del alma, la mujer no debe buscar raíces, las siente desde que nace, ha de echar ramas. Empujar desde los ovarios, bajar por el útero y la vagina, abrir los labios y hacer crecer un laberinto de energía hacia el vasto mundo. El hombre, para unirse con su sexo, debe enraizarlo hasta llegar a la semilla primera, y la mujer debe enramarlo hasta llegar al fruto último. Al igual que tu falo, vives también apartado de tu cuerpo, sin raíces crees que la realización suprema es liberarse de la carne, sacar la consciencia del cuerpo como se extrae una mano de un guante o una espada de su vaina.

Por supuesto que al comienzo el cuerpo, con su misteriosa vida, sus sensaciones, sus manifestaciones incontrolables, se presenta como una cortina espesa que impide el contacto con la luz del alma. Sin embargo, ¿eres sólo carne que tiene una consciencia, consciencia que ella misma ha exudado? ¿Y si también fueras un espíritu que exuda a un cuerpo? El espíritu se simboliza por el cielo; el cuerpo, por la tierra. Entre el cielo y la tierra está el ser humano, como el dios Seth del antiguo Egipto separando al comienzo el cielo de la tierra para, al final, darse cuenta de que estrellas y raíces forman parte de una misma planta.

Ciertas energías bajan, al mismo tiempo que otras suben

Si no hay un yo individual después de la muerte, la consciencia y el cuerpo son una unidad efímera que debe gozosamente aceptar el matrimonio, la coagulación. Cuando meditas inmóvil te vas hacia las ramas, cuando te entregas al masaje enriqueces tus raíces. ¿Pero el cuerpo que me ofreces es un todo o un fragmento? Reconoce que lo vives como un fragmento. Te preocupas de tu materia palpable mas nunca de tu aura. Ven, tiéndete en el suelo.

Concéntrate, siente toda tu materia, empuja desde debajo de la piel, atraviésala, extiéndete por el suelo como una mancha de invisible sangre. Comienzo por masajearte el pecho, voy a los costados y mis manos siguen su impulso acariciando tu aura en el suelo, que como aún no sabes extenderla se proyecta de momento hasta dos metros de ti. Aguza tu sensibilidad, si mis presiones se prolongan por tu cuerpo invisible, eso lo sientes y te aporta placidez. Te convierto en el cuesco de un gran fruto. Al entrar en la mancha invisible en la que te prolongas siento nudos, enredos, tiranteces, como si fuera una cabellera durante años descuidada. Ponte de pie, voy a peinarte el aura hasta dejarla lisa y en orden.

Magdalena, usando las manos como si fueran peines, fue pasándolas a mi alrededor. Aunque en ningún momento me tocó, sentí que mi espíritu iba ordenándose, viejos rencores se disolvían, esperanzas frustradas se esfumaban, el constante estado de espera angustiosa, como si mi ser no estuviera ahí sino esperándome en el futuro, se calmó y, como una medusa flotando tranquila en el océano, mi espíritu se entregó al presente, es decir, al mundo tal como era y no como yo pensaba que era.

  • Ahora que tienes el aura bien peinada, voy a tener que lavar tu sombra.

Abrió la única ventana que había y la luz de la tarde entró a raudales. Me colocó de espaldas al exterior, para que en el rectángulo brillante que se extendía por el suelo se proyectara mi sombra.

Por lo que más quieras, hijo mío, no te muevas. Aquí está tu compañera, esa que, sin que te dignes oírla, te dice lo que en verdad eres: un reloj de sol. A cada momento tu cuerpo proclama la hora que es. Y eso es importante porque cada hora tiene un alma, una energía diferente, que exige la manejes de forma especial. Si fuerzas tus horas cometiendo acciones en el momento que no corresponde, vives mal, te enfermas. Por no prestarle atención a su sombra, la mayoría de la gente la lleva como si fuera un animal sucio. Eso les envenena los pasos.

Magdalena, de rodillas, con agua perfumada de lavanda, enjabonó mi sombra, la cepilló intensamente, quitó la espuma con una esponja, la secó y luego, satisfecha, impidiendo aún que yo me moviera, me la mostró como si exhibiera una obra de arte.

  • Ya está, limpita. Mira cómo es bella. Ahora que todavía hay sol, ve a tu casa y siéntela. Estoy segura de que te darás cuenta del cambio.

Mientras caminaba con el sol a mis espaldas veía a mi sombra como una agradable compañera. Más que eso, como una aliada respetable… Me daba gusto observar cómo esa mancha negra, ave inmaterial, pasaba sobre los objetos, la gente, las paredes, dejando un invisible rastro que devolvía la pureza y la alegría a la torturada materia citadina. Me daba cuenta de que los transeúntes no eran conscientes de la sombra que los acompañaba. Ellas, por no ser vistas, por no ser tomadas en cuenta, parecían pesadas, sucias, tristes harapos negros frenando los pasos, agregando impureza a los objetos sobre los cuales pasaban.

Mi experiencia con Magdalena duró cuarenta días

Con devoción y paciencia fue venciendo mis resistencias para mostrarme diversas formas de masajear el cuerpo.

Niño querido del alma, no vives en un cuerpo, vives en una sola herida. Para que te sientas tal cual en verdad eres, materia espiritual, debo antes curarte. Como las gambas rebozadas que venden en la taquería de aquí abajo, estás envuelto en sufrimiento, no sólo el tuyo sino el de tus hermanos, tus padres, tus tíos, tus abuelos, tus ancestros lejanos. Ése es el carbón que oscurece a tu diamante. Te sanaré. Soy mujer, soy culebra, puedo darte no sólo con las manos sino con todo mi cuerpo.

Fijó puntos, presionando

Y Magdalena, comenzando a ondular, se pegó a mí, me rodeó, se deslizó desde mis pies hasta mi cabeza, me frotó con su melena, su cara, sus senos, su espalda, su pecho, sus piernas, sus pies. Fijó puntos, presionando, y luego los unió a otros, llenándome de meridianos y paralelos, haciéndome sentir como una apretada red donde cada parte estaba unida al todo. Apoyó sus labios en cada uno de esos puntos para chupar con fuerza y escupir quién sabe qué energías malignas.

Parte por parte me sopló con intensidad enorme, su hilo de aire picaba como un cuchillo. Luego, ahí mismo, en esos puntos vueltos suprasensibles a mordiscos, con voz dulce y potente me inyectó palabras en maya. Eran nombres de dioses andróginos o palabras de amor, ¿hay diferencia?

Con todo su peso, y también quizás con el peso de entidades de otras dimensiones, me aplastó contra el suelo para convertirme en una masa amorfa en la que, mediante ritmos lentos, rápidos, temblorosos, explosivos, delicados y brutales, hizo renacer mi memoria fetal.

Sentí crecer mis ojos, mi boca, mis miembros, palpitar el centro que sería corazón, y sobre todo ello vi mi alma, como una rosa, abrirse de repente exhalando sus inmensas ansias de vivir. Me hizo ser un niño, un joven, un hombre maduro, un viejo, un andrógino milenario, un ángel, un ilimitado dios. Había despertado mi energía vital sacando de mi ombligo, que llamó edén, cuatro ríos impalpables que se extendieron por trece centros en mi cuerpo, a los que llamó templos. Mediante presiones misteriosas los hizo abrirse como cántaros enumerando los diferentes dones que podían derramar.

  • Basta me dijo al cabo de cuarenta días , ya lo has captado todo. No necesitas que te den, lo que yo te he dado ahora puedes dártelo tú mismo.

Sobre el dorso de mis manos colocó la palma de las suyas con tal seguridad y firmeza que sentí que nuestras pieles se pegaban. Comenzó entonces a guiar mi automasaje. A medida que fui adquiriendo confianza, disminuyó la presión de sus manos y de pronto, casi sin que me diera cuenta, las hizo emprender el vuelo como un par de lentas palomas.

Palpé mis huesos

Todo lo que Magdalena me había enseñado me fue llegando: palpé mis huesos, estiré mi piel, establecí contacto con mis vísceras, me hice enraizar los pies en el suelo después de apaciguar mi sombra, me peiné el aura, establecí paralelos y meridianos, me situé en la columna vertebral y, desde ahí, envié energía hacia los costados sintiendo que desplegaba dos inmensas alas.

Vuela, hijo mío, expándete, tu cuerpo no termina en la piel, se continúa en el aire, ocupa la totalidad del espacio, crece con el cosmos, abarca la divina creación. La tierra es tuya, las galaxias son tuyas, eres eterno, eres infinito, en la sombra de tu razón habitan las innumerables diosas, también son tuyas. Y también son tuyos los seres humanos, las plantas, los animales, aquellos que van a nacer, las legiones de muertos.

¡Decídete, hazte dueño de tu vida! Eres una flor de pétalos innumerables que se abre y cierra a cada instante surgiendo como un estallido de luz del vientre negro que no es energía ni materia sino pantano creador. Y en todo ello, en la corola que es consciencia colectiva, habitas tú, como un diamante, atravesado por los rayos amorosos de los seres conscientes, otros diamantes, para formar el collar que eternamente brillará alrededor del enigma que nadie puede nombrar..

Sentí el peso de mi cuerpo

Cuando caminé por las calles sentí el peso de mi cuerpo ya no como un castigo sino como un lazo de unión con ese espejismo que llamaba realidad. Cada uno de mis pasos era una caricia, cada bocanada de aire que entraba en mis pulmones una bendición. Eran tan sorprendentes las sensaciones que tenía que, por un lado, me parecía habitar en un nuevo cuerpo y, por otro, que mi cuerpo habitaba en un nuevo espíritu. Pensar en recibir todavía masajes me angustió: el ave que vuela sin obstáculos no necesita más aire, el pez que avanza sin límites no necesita más agua.

Dejé pasar una semana en la que hasta mis hábitos alimentarios cambiaron: se me hizo imposible comer carne, tomar café o productos lácteos. Lo que más toleraba mi estómago era el arroz. Arroz que me recordó a Ejo Takata. Apenas su imagen apareció en mi mente, recibí una tarjeta postal con un Buda cursi, al estilo hindú, donde Ana Perla me anunciaba el inminente regreso del maestro.

La Despedida

Compré un gran ramo de rosas blancas y fui a despedirme de Magdalena. Encontré abierta la puerta de latón. Su cuarto estaba vacío. Bajé a la taquería a preguntar por ella. Los empleados, por toda respuesta, se encogieron de hombros. Pregunté a uno de los muchachos que se ofrecía en la esquina y me dijo:

  • Doña Magdalena es como el aire, llega transportando semillas, las siembra y se va. Nadie la puede encerrar.
  • Bajo las nubes inmóviles el viento se lleva a la ciudad, murmuré.
    Alejandro Jodorowsky
    Editorial Siruela
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