Amor Sin Fin

Marie cuotad

Painted: Marie Carduat

Aliada a la vergüenza

Cuando comencé a escribir esta confesión, el rostro se me puso rojo. Me prometí contar como aliada a la vergüenza. Quiero que sepas que cada una de estas palabras es un canto y que no invento nada. Todo es cierto, el paisaje, las personas, los hechos.

Mis padres nunca me acariciaron

Si te digo que cuando fui niño mis padres nunca me acariciaron, no exagero. Ella, de los tres años adelante, nunca me besó. Y él, no queriendo hacer mariconadas, me habló de lejos, de muy lejos, desde un desprecio burlón infinito. Si quiero recordar un contacto físico con mi padre, debo retroceder hacia la oscura medianoche de un pequeño pueblo del norte de Chile, Tocopilla.

A diez kilómetros reinaban tres rocas ovoides, lisas, grisnegras, frente a una playa estrecha donde nadaban pulpos color granate lanzando al menor gesto de nuestras ávidas manos chorros de tinta violeta. A causa de esos tres monarcas hieráticos la llamábamos la Playa de los Guatones. Como el Ford V8 dejó de funcionar, mis padres junto con sus amigos, colegas vendedores de ropa hecha, debieron regresar a pie. Yo dormité esos kilómetros cargado sobre las espaldas de mi progenitor. Las sentí todopoderosas y el olor de sus axilas me embriagó.

El que mi presencia le molestara se me había convertido en situación normal

Él no cesó de acomodarme refunfuñando, lanzando improperios contra la máquina, contra esa larga marcha bajo un cielo sin luna, por un camino pedregoso, respirando un aire negro y caliente, espantando lechuzas famélicas que roncaban como perras en celo disputándose por sobre nuestras cabezas el cadáver de un roedor. A pesar de su rabia, disfruté ese contacto que duró diez kilómetros. El que mi presencia le molestara se me había convertido en situación normal. Resulta que a la mañana siguiente de su noche de bodas, después de un noviazgo que duró dos años, mi padre huyó del puerto para sumergirse en la pampa, vestirse de blanco , trabajar como obrero en las minas de salitre y tratar de olvidar a mi madre.

Dios castiga pero no a palos

Ella le ocultó todo el tiempo que no era virgen, que estaba enamorada de un campeón de billar, que había padecido un aborto en la calle de las putas, escondida en el fondo de una casa de madera roñosa, escarbada con un palillo de tejer por una alcahueta tuerta, oyendo las risas de los marineros borrachos que se hacían tatuar esqueletos en sus tensos prepucios, allí, en el lupanar, con sus grandes ojos azules y su piel blanca como gallina desangrada, expulsando junto con su feto sanguinolento los restos de un amor que antes sintiera como la manifestación de Dios. En aquel parto miserable le nació en una frase la filosofía que la acompañaría hasta el día de su muerte, provocada por un cáncer en los ovarios: Dios castiga pero no a palos.

Sara le confesó su secreto a mi padre

Justo en el momento en que la cabeza del miembro empujaba los labios externos. Jaime se quedó inmóvil, escuchando la historia con pena, con desprecio, con una rabia cataclísmica. Mi madre interpretó ese silencio como una bondadosa comprensión. Pero cuando ella terminó de hablar, él, dando un ladrido, de un caderazo implacable, que casi le parte el pubis, la penetró hasta el fondo para escupir un chorro de semen que quería perforarle las tripas.

El acto duró unos segundos. Aún su placer no había acabado cuando Jaime brincó hacia atrás, se vistió a la carrera y huyó hacia los cerros áridos, con los pies desnudo pues en su prisa por olvidar a la mujer impura olvidó ponerse los zapatos.

 Apenas mi padre vio a su hija, se enamoró de ella

Ella, dieciocho meses más tarde, lo fue a buscar. Cruzó el campamento minero entre bramidos de perforadoras y nubes de salitre. Los mineros miraron angurrientos a esa mujer pálida de enormes senos, con una niña de pelo negro y ojos verdes en los brazos. Apenas mi padre vio a su hija, se enamoró de ella.

Exigió que pusieran la cuna al lado de su cama de soldado y relegó a mi madre al fondo de la casa de dos cuartos hecha con barriles de metal aplanados. El óxido de las paredes, al mezclarse con la capa de cal que deseaba disimularlo, producía manchas pardas, como arañas, como cabezas de buitre, como mares con islas de muerte.

Mi madre cocinaba en la penumbra sin decir una palabra, celosa de su hija, más abandonada que nunca, flor absurda en ese desierto infecundo. Una noche, cubierto de polvo salado, bello como un perro salvaje, mi padre la arrojó de vientre sobre la mesa metálica, entre las botellas de cerveza y el queso de guanaca, otra vez de un solo empujón le llegó al fondo y entre gozo y desprecio le ensució las entrañas con el escupitajo desesperado que me dio la vida.

La castigó moliéndola a palos

Ella no quería atarse más a ese hombre que le era extraño en todo, pero se tuvo que quedar. Mi abuelastro la había expulsado de la familia por el pecado de haber sido abjurada por su marido. Al contrario de Dios, la castigó moliéndola a palos y la fue a dejar, cubierta de moretones, a la entrada de la mina de Chuquicamata, donde un enjambre de rotos hacía explotar los cerros con cargas de dinamita convirtiéndolos en inmensos anfiteatros surcados por plataformas en escalera.

¿Quién la iba a recibir ahora, otra vez encinta?

Durante nueve meses fregó las tablas podridas del piso, puso en orden los cuartuchos infectos y sin la menor sonrisa ni tampoco una queja, me parió en el patio reseco, rodeada por gatos polvorosos que se dieron un banquete con la placenta.

Cuando llegó del trabajo, mi padre no tuvo interés en mirar qué había dentro de la nueva cuna. Se tomó media docena de cervezas y le dijo: Lame todo mi cuerpo. Ella me tomó de un pie y usándome como látigo le azotó el pecho. ¡Nunca más volveré a tener hijos contigo! ¡Bajaré a la clínica de Antofagasta para que me liguen para siempre las trompas! Lanzando escupitajos hacia el cielo, que al caer y rodar por el polvo se transformaban en alacranes oscuros, iba mi padre conmigo hecho un ovillo en su espalda.

El vientre que nos pare nos devora

¡Ausencia de mierda, vergüenza te debería dar de no existir! ¡Esto debió haber sido creado como lo cuentan, con un dios metiendo su cuchara en cada etapa, pero no, las cosas tuvieron que hacerse solas y mal, el tren no lleva conductor ni tiene rieles, el vientre que nos pare nos devora, colas de cigarrillo aplastadas por una pata gigante, se nos da como lenguaje el silencio y como libertad la obediencia ciega, sólo me siento ser yo mismo cuando cago! Y allí iba yo tratando de incrustarme en su espalda llena de granos de arena que lanzaban, como espejos, largas agujas plateadas cada vez que entre el hocico de las nubes aparecía la luna.

Esa sensación de abandono

La sentí igual en un cuarto de hotel en Bangalore. El fotógrafo del filme, un irresponsable que se dormía detrás de la cámara, el sol de la India pegaba como patada de Buda, para hacerse perdonar me invitó a fumar opio. Después de haber pasado días enteros pisando boñigas de elefante, sumergido en riachuelos ocres donde navegaban cadáveres verdosos, perseguido por el hedor de cuervos y monos, la fragancia del opio fue un bálsamo para mi olfato comparable al perfume de las axilas de mi padre.

Perder por completo el dolor que solapada nos atiza cada célula

Olvidar un instante eterno nuestra condena a muerte, sentir al mundo como una cuna amable, entregarse al Tiempo, ir con él, sin retenerlo ni esperarlo, descubrir que el tesoro es el instante, no desear más, disolverse en la confianza, en el placer supremo de pertenecer. Mi padre me sacudió para sacarme de la modorra y, con los ojos convertidos en piedra, me dio una bofetada.

  • No llores. Te pego para que nunca te olvides de mi orden: ¡Te prohíbo morir!

Me hice hombre en todos los aspectos menos en el emocional

Allí me quedé niño. Mi padre no supo lo que hacía, su orden me dividió en dos. Si bien es cierto que para mí, pequeño, la muerte dejó de existir, esa inmortalidad no me sirvió de alivio porque, aunque creyendo en ella, me vi obligado, adulto, a considerarla una ilusión. Hasta los cuarenta años esta disociación me obligó a buscar Maestros.

¿No comienza, no termina, qué es?

Y es así como me encontré de pronto, en las afueras de la ciudad de México, trepando por un cerro que emergía de los basurales, jardín exuberante en medio de un océano de podredumbre y ratas, para encontrar a Ejo Takata, monje zen. Dándome de palos en los omóplatos y obligándome a comer arroz hirviente me mantuvo meditando, junto con otros alumnos que no cesaban de eructar y tirarse pedos, siete días sin dormir. De tanto apoyarme en las rodillas las tenía hinchadas y sangrantes. A golpes, la última noche, me arrastró hasta un árbol para espetarme en, la cara una pregunta insensata: ¿No comienza, no termina, qué es?

¡Intelectual, aprende a morir!

Cuando me trencé en un balbuceo metafísico respondiendo: Comienza, termina, ¿qué no es? de una patada en el culo me expulsó hacia el basural, gritando: ¡Intelectual, aprende a morir! Perseguido por los pericotes, corriendo aterrado entre esos montones de inmundicias, me di cuenta de que no sólo no sabía morir sino tampoco vivir. Había fracasado con el remedo japonés del Padre, ¿qué mejor que refugiarme junto a Pachita, ese monumento popular, india, vieja, gorda y socarrona, conocedora del uso medicinal de dos mil hierbas, humilde como mujer pero aterradora cuando, poseída por el espíritu de Cuauhtémoc, el último emperador azteca, blandía un cuchillo de cocina cubierto de costras de sangre con el que operaba a sus pacientes abriéndolos a grandes tajos para arrancar tumores que gruñían y resoplaban?

Lejos de tu animal me interrumpió la bruja

Con su ojo izquierdo velado, cayéndole hacia la nariz, parecía un saurio diluviano. La usé como Madre, por el módico precio de dos dólares, para descargar en su solidez telúrica mi fragilidad moral. Vivo del cuello para arriba, preso en el lenguaje, espectador de todo, actor de nada, lejos. Lejos de tu animal me interrumpió la bruja. Ese pinche japonés te quiere partir el coco con su aprende a morir, pero no te propone el paso siguiente, aprende a coger, porque es monje. Sí, muchacho, has usado la carne de una manada de hembras para seguir girando alrededor de ti mismo, en la insatisfacción constante, frotes perrunos que te han sumergido más y más en el sueño.

Lo que pasa es que tu madre, por odiar tanto a tu padre, te ha ensuciado el semen. Vamos a llamar al Hermanito, él me ayudará a cambiártelo. Si no, por más que busques la luz en el portal sagrado de la vulva, procrearás carne impura.

Recé de rodillas delante de Pachita

Con un huevo de paloma en las manos, y esperé que abriera su ojo. Abrió los dos: el vivo y el muerto. Y luego el tercero, ese que decía tener en medio de la frente. Le salió voz de hombre. Te voy a vaciar.

Desapareció el olor a meado de gato, la vela iluminó más que un reflector de mil watts y el ruido tenebroso de la ciudad se hizo murmullo de río. Un grupo de fanáticos morenos me sostuvo los brazos y las piernas. La bruja estiró el saco de mis testículos y con unas tijeras de cortar uñas lo fue abriendo. Luego introdujo su cuchillo de cocina en las glándulas sangrientas. Escarbó sin piedad.

Creí morir de dolor

Entre todos me retuvieron pidiéndome valor y paciencia. Me hicieron morder el palo de una escoba. El Hermanito puso un balde entre mis piernas y sentí escurrir un líquido espeso, nauseabundo. Cuando el chorro cesaba, el cuchillo me picaba más profundo y, opacando mis alaridos, otra porción de gelatina hacía resonar el latón. Los testigos me juraron haber visto cómo mis testículos se vaciaban de una crema color chocolate.

Pachita abrió la boca mirando hacia el techo y pareció recibir en ella, surgiendo de otra dimensión, un intenso goteo. Con las mejillas infladas sopló en las aberturas y yo sentí que mi sexo se llenaba de un líquido tibio y fragante. Te voy a cerrar la herida. La operación ha terminado. Apenas me aplicó las manos sobre el escroto cesó el dolor y no quedó huella. Ya estás limpio. Ahora la raíz se alimenta de tu propia esencia. No vivas más de legados.

Destruyes a las mujeres para vengarte de tu madre

Deja de comportarte como un niño sediento, ve de una vez a verla y muéstrale tu cólera. Demasiado tarde, Pachita, mi madre está muerta, enterrada muy lejos ¿Dónde? En Lima ¡Pues ve a Lima y caga en su tumba!

El avión pareció sumergirse en un pozo gris. Al salir del aeropuerto respiré una brisa cargada de ideas proveniente de otros siglos. Todo era pobre, viejo, secreto, altanero. Pensaba quedarme ahí no más de tres días. Sólo llevaba como equipaje un saco de mano con un par de camisas y un frasco lleno de líquido color café con leche que me había dado Pachita. Te encierras en el hotel, no ves a nadie, comes mucho y durante tres días lo único que haces es juntar tus excrementos.

Con el sexo metido en una botella lechera vacía

Para separar los orines de la materia fecal, deposité mis mojones en una bolsa de plástico. Al cabo del tiempo indicado, había reunido un kilo y medio. A las once de la noche bebí el líquido café con leche, esperé una hora y cuando el reloj de la catedral dio su más larga serie de campanadas, salí con el paquete bajo el brazo rumbo al cementerio.

Las calles estaban llenas de muertos

Se paseaban por los portales con sus perros, gatos, cerdos, gallinas, en gavillas, pelotones, árboles genealógicos inmensos, miles de parientes, compactos, disolviéndose los unos en los otros, acompañados por sus esclavos, sirvientes y amigos, también difuntos, haciendo uso de las cosas, del decorado, sin darse cuenta de su propia vacuidad. Era el mejunje de Pachita, yo lo sabía: sus bebistrajos siempre producían alucinaciones. Sí, alucinaciones, pero mías, de nadie más. Lo que yo iba viendo, rumbo al cementerio, con mi kilo y medio envuelto en el Oficial de Lima, era mi propio interior.

De París a México

Llegó la francesa, echada hacia atrás en arco, avanzando con los muslos abiertos como si su cabeza fuese una cola y su sexo una cabeza formada sólo por un ojo negro. Así le sucedía en todas las fiestas donde yo iba. Por más que le repitiera que estaba casado, que no tenía el menor deseo de ella, que no debió seguirme de París a México cuando sólo habíamos cogido una vez en la letrina de un bar, que sí era bonita pero que después de meses de no bañarse arrastraba un tufo a sobacos capaz de matar mariposas, ella, insistente, averiguaba quién me había invitado y en medio de la fiesta aparecía disfrazada de muñeca introduciendo su lengua enroscada como tubo en los vasos de los hombres para sorber y emborracharse hasta perder la razón y entonces tener su ataque histérico.

Danzaba destrozando sus ropas

Entre el regocijo de los invitados, que la alentaban creando un ritmo a palmoteos, danzaba destrozando sus ropas y ya desnuda, echando espumarajos, se convertía en puente para comenzar, pesada y lenta, araña cuadrúpeda, a frotar su tajo contra mis piernas. Yo contenía mis urgentes deseos de darle una patada, e inmóvil soportaba que girara alrededor mío manchándome con baba los pantalones.

No tardó en unírsele La Chupadora

De pronto su cuerpo era poseído por una tormenta, la carne se le llenaba de ondas que la recorrían de la cabeza a los pies y estallaba en movimientos incontrolados, golpes, coses, costalazos, rompiendo muebles y lámparas. Se necesitaban seis hombres fuertes para inmovilizarla, hasta que el doctor Borbolla, un vejete que a su vez la perseguía de fiesta en fiesta, le frotara las nalgas con un algodón embebido en tequila y le inyectara de una punzada violenta una gran dosis de calmante para, al sacar la aguja, ir a chupetearla en un rincón oscuro, dando quejidos de gato. No tardó en unírsele La Chupadora.

Había sido campeona de tenis, luego estrella erótica del cine nacional. Para ello, se sacó dos costillas, se achicó la nariz, se infló los labios, los senos y las nalgas, se aclaró el pelo, e imitó, después de haber visto la película 58 veces, los gestos y la voz de la Cenicienta de Walt Disney. Cuando la conocí no era ella, sino una marioneta caliente movida por hilos que venían de su mente fría.

Se convirtió en vampira

Alguien le aseguró que el semen humano, tragado tres veces diarias, impedía el envejecimiento. Se convirtió en vampira. En la noche, le chupaba el pito a su amante oficial, un fabricante de churros; a mí me lo mamaba a las nueve de la mañana, hora en que, sin tocar el timbre, entraba directo hacia mi cama para meter la cabeza debajo de las frazadas, hacer mil y un dengue con su inmensa boca de dientes cubiertos por fundas de porcelana y beberse el chorro pegajoso; entre cuatro y cinco de la tarde, embarcaba en su chevrolet rosado a cualquier vendedor de tacos disponible y se lo llevaba al bosque de Chapultepec para pompearle el tuétano.

A pesar de los litros de Jarabe de Juvencia que bebió, comenzó a llenarse de arrugas y tuvo que terminar de crítica literaria en la televisión, cubierta con una gruesa capa de maquillaje, anteojos de miope y una peluca severa cubriendo sus prematuras canas. Ahora las mujeres que todos estos años se acostaron conmigo, giran a mi alrededor, echadas hacia atrás en arco, como la francesa.

 Labios colgantes igual a orejas de mono

Abren bien los muslos contrayendo sus labios verticales. Cada vulva me llama con una delirante animalidad. Horrendas o sublimes, discretas, de labios finos y crueles rodeados de pelos como barba de chino, enormes, glotonas, con superficies encarrujadas y recovecos granates, de labios colgantes igual a orejas de mono, grietas invasoras que avanzan hacia el ombligo atravesando una dura maraña, rayas lampiñas de muñeca, blandas y babosas, pequeñas y rosadas abriendo de pronto un hocico marino, con pliegues como columnas de catedral gótica, todas gimiendo, en brama.

Un águila iba enterrándome las garras en los riñones

Mi saliva se había convertido en arena y me dolía la cintura. Un águila iba enterrándome las garras en los riñones. Cuando traté de ahuyentarla, se convirtió en mi hermana. Frente a mí apareció el cementerio como un barco varado. Raquel hundió sus dedos más profundamente en mis vísceras. ¡No tienes nada que hacer aquí! ¡Sara es mía! ¡Vete!

Los fantasmas cesaron de acosarme

Ycomenzaron a flotar alejándose lentamente mientras cantaban con toda la tristeza del mundo el bolero que mi madre me susurró cuando a los 15 años, desesperado por sus gritos y golpes cotidianos, le propiné un puñetazo en el vientre: El camino de la vida ya te enseñará, ya te enseñará, a no ser así. Lo que tú me prometiste me lo debes dar, eso es para mí, para mí no más.

¿Cómo carajo es posible que los únicos recuerdos que me queden de mi madre sean ese bolero cursi y una de sus toallas menstruales? Entró en mi pieza vociferando ¡Ladrón, asesino, maricón! contra su marido. Por culpa mía había tenido que amarrarse a él. Me obstiné en nacer a pesar de tantos remedios que tomó para expulsarme.

Me había pillado desnudo y en erección

¡Un niño feo que mamó hasta los cuatro años deformándole los senos! Y ahora lo único que hacía era estar el día entero encerrado, masturbándome. Efectivamente, me había pillado desnudo y en erección. Para evitar sus arañazos, me encerré en el baño forzándome por lanzar gruesos eructos, a sabiendas que esos ruidos le daban asco. Regresé al cuarto cuando la sentí alejarse reteniendo sus arcadas.

Y allí, sobre mi cama, vi la pequeña toalla, con una cresta sanguinolenta en el medio, despidiendo un olor marino nauseabundo. ¿Por qué la olvidó de esa manera tan impúdica? ¡Ella, que ocultaba su gordo cuerpo, con tetas largas que le llegaban hasta el ombligo y que no bañaba nunca, bajo una faja y media docena de faldas! ¿Qué más? Nada.

Mi hermana se había apoderado del resto

Con su piel blanca como bastón de ciego, su espesa cabellera de crines negras y sus grandes ojos verdes, creció devorándolo todo. A comenzar por mi padre, que desde pequeña la vio mujer y no hija. ¡Cuántas veces lo sorprendí pegado al agujerillo de la puerta del baño espiando la defecación de la niña! Y más tarde, disimulando el bulto entre las piernas, lamerle con los ojos los labios, los senos y las nalgas.

Cuando sentía esas miradas, mi hermana lanzaba quejidos como si tuviera el cuerpo atravesado por flechas y corría a refugiarse en los brazos de su madre, que con el aliento podrido a causa de los celos, la arrastraba fuera de la tienda para entregarla al peluquero japonés ordenando que le cortara la melena hasta dejarle la nuca al descubierto estilo pavo enfermo.

Yo le servía a Jaime de perro guardián

Me enviaba a esperar a Raquel a la salida del liceo, sin que ella me viera, con la consigna de delatarla si osaba hablar con algún joven. ¿Yo, qué podía hacer? La única posibilidad que tenía de comunicar con Jaime eran esos diálogos febriles, a medianoche, encerrados en el baño, donde él, insidioso, me interrogaba tratando de descubrir, a través de mi visión ingenua, relaciones de miradas calientes o misivas lúbricas depositadas con disimulo en las manos o, aprovechando el hacinamiento de los pasajeros en el autobús, criminales frotes de pelvis. ¿Se arremangaba mi hermana las faldas para hacerlas más cortas a la salida de la escuela? ¿Se ponía colorete? ¿Meneaba las caderas al andar?

Ve a su dormitorio y regístralo entero! ¡Busca bajo la alfombra, entre la ropa, dentro de los floreros, junto a las cuerdas del piano! ¡Escarba los bolsillos, recorre una por una las páginas de los cuadernos y de los libros! ¡Puede que tenga anotado el número del teléfono de algún hombre o guarde una fotografía culpable! Nunca supe si Jaime protegía la virginidad de Raquel o, habiéndola hecho su amante, vigilaba su fidelidad.

Se formó un caparazón emocional, pasión, celos, iras

El hecho es que entre mi padre, mi madre y mi hermana, se formó un caparazón emocional, pasión, celos, iras, llantos, golpes, que me excluyeron de la vida íntima de la familia convirtiéndola en un inviolable secreto. Tú no tenías sitio en nuestras vidas, eras un apéndice antipático, un parásito odiado, bueno para olvidarlo en un rincón, futuro eunuco al que, cuando regresara a mendigar ante la puerta de mi mansión, lo expulsaría a latigazos sin darle ni siquiera un mendrugo. Ya sé, ya sé, me acusas de ladrona. Por supuesto, yo conozco todos los chismes de la familia y tú ninguno.

Jaime y Sara se odiaban

¿Pero qué te esperabas? Como bien lograste constatar, Jaime y Sara se odiaban. Vivían juntos sólo por mi causa, esperando pacientes a que yo me casara para poder separarse. Tú, en 1953 tomaste el barco en Valparaíso, lanzaste tu libreta de direcciones al mar y nunca más nos volviste a ver. No te juzgo, al contrario, te aplaudo, aceptaste por fin ser un entremetido, dejaste de amargarnos la vida con tu carota de huérfano y te fuiste a Francia a devorar libros.

Pero yo me quedé, presa en la telaraña. Tratando de escapar me casé con mi profesor de matemáticas. En la boda conocí a su familia, porque antes no había querido presentármela. Eran todos cojos: la madre poliomielítica, el hermano con un pie equino y las dos hermanas ocultando unas piernas hinchadas por las várices. Por ser tan feas, estas dos mujeres, más tarde, se lanzaron abrazadas al mar, quien por repugnancia las expulsó a la playa convertidas en cachalotes violáceos.

El hermano cojuelo se suicidó

Asi mismo el hermano cojuelo se suicidó dándose un tiro en la cabeza con el mismo revólver que había usado su padre renco para reventarse los sesos. Orión, mi marido, padecía de celos obsesivos; me obligaba a salir a la calle, disimulada por anteojos oscuros, sombrero ancho y faldas que llegaban hasta los tobillos; mientras daba sus clases en el colegio, me hacía seguir por un detective; ¡total, al escapar de las brasas caí en las llamas! Para sentirme acompañada compré un pollo, que me seguía por todas partes como si yo fuera la gallina. Una tarde que salí sin permiso a comprar helados, Orión ahorcó al animalito con el cordón de un zapato y lo colgó de la lámpara del dormitorio. Llamé a mi padre para que viniera a romperle la cara a ese demente y regresé al hogar.

Me encerré en el dormitorio a escribir poemas

Y no vi pasar los años. Jaime, a los sesenta, huyó a Haifa con una judía húngara, de treinta. Sara logró robarle las economías, un saco lleno de oro; bajó veinte kilos, tiñó sus canas de rojo y se vino conmigo a vivir en Lima.

¡Ya sé que te han dicho que le dio furor uterino, que comenzó a pagarse prostitutos morenos, que se hizo compositora de boleros y que se puso a beber pisco! Nunca te lo negaré o confirmaré. Son secretos entre ella y yo, secretos de mujer. Tampoco sabrás cuáles fueron sus últimas palabras, esas frases son mi tesoro.

No creas que sufrió por el abandono de Jaime: bien al contrario, lo sintió como el feérico estallido de la torre del arcano 16 del Tarot de Marsella; pero lo que le minó los ovarios fue el ¡quédirámifamilia! ¡Tantos años ocultándole a mi hermana, hermano, primos, tía, padrastro y madre, el horror de mi matrimonio, haciendo pasar mi pareja por algo decente, feliz, estable, y ahora este escándalo! ¡Voy a morir de vergüenza!

Brujería boliviana.

Tratando de impedir la catástrofe, empleó la brujería boliviana. (Habían viajado a Arica, puerto libre, para instalar un bazar donde vendían desde gaviotas de porcelana hasta trajes de novia con colas de tres metros.) Recitó durante horas, fumando un habano frente a la foto de mi padre atravesada por alfileres: ¡Que venga, que venga, que nadie lo detenga! Y derramó pepas de melón delante de la puerta del apartamento de la húngara, lanzándole por la ventana una calavera robada del cementerio. ¡Todo en vano! Cuando mi abuela se enteró de la separación, imitada por el resto de la familia, dejó de hablarnos. Creo que esta humillación le provocó a Sara su cáncer en los ovarios.

Sales mágicas, excitantes naturales, hojas de coca, ayahuasca

Al fin, los últimos días, ya minada por el tratamiento químico, metió sus papeles, fotos, ropa, zapatos, cosméticos, discos, en cajas y sacos de plástico, dejando la habitación tan ordenada como un museo, sabiendo perfectamente que una vez internada en el hospital no volvería nunca más, que lo que dejaba no tenía valor para nadie y que poco después de su muerte todo sería tirado a la basura. Se apagó sola.

Clavada en la tienda donde vendíamos filtros para el amor, la prosperidad, el vigor, la buena suerte; sales mágicas, excitantes naturales, hojas de coca, ayahuasca, pedazos de momia, no pude asistir a su agonía. Parece ser que no hizo un gesto de más, no suspiró, no se aferró de una mano de enfermera; nadie se dio cuenta de que se había ido, tan discreto fue su paso a la vacuidad. Tuvo tiempo de dejarme un papelillo escrito con tres frases que me cambiaron la vida. Aquí lo tengo.

Recuerda el bolero que te cantó cuando le pegaste

Sé que te mueres de ganas de leerlo, pero no. Recuerda el bolero que te cantó cuando le pegaste: lo que tú me prometiste me lo debes dar, eso es para mí, para mí no más. Mira que las promesas que no se cumplen en el amor, siempre, tarde o temprano, suelen pagarse con un dolor. Le prometí ser suya, entera, siempre, lo que implica que ella también será siempre mía. El don es recíproco o no es don. Compartirlo contigo sería fallar a la promesa. ¡Deja tranquila a mi madre! ¡Vete con tu mierda a otra parte!

Padre y madre formaron contigo una familia cerrada

Vamos, Raquel, cesa la comedia. Ni tú ni yo somos los mismos. Hace muchos años que dejamos de ser niños. Tú has ido viviendo tu vida como has podido, corriendo por una pista donde los obstáculos han sido maridos. Te quedaste sola porque nunca pudiste aceptar la diferencia. Padre y madre formaron contigo una familia cerrada; en lugar de templo, una fortaleza disparando por todas sus troneras contra los otros y el mundo. Si digo padre, en verdad miento, porque sólo fue un niño.

Por lo mismo, Sara, desequilibrada, tampoco pudo cumplir su misión. Terminaste asesinando a un padre inexistente para convertirte en la pareja de una Madre que nunca lo fue. Por eso estás aquí, defendiendo lo que siempre te faltó. Creyendo que, podrida junto a sus restos, vas a poder atrapar las palabras que no se pronunciaron.

La ausencia que llevamos en el alma, es un tatuaje indeleble

¡Te equivocas: aquello que nos fue robado en la infancia, no nos será devuelto nunca! ¡La ausencia que llevamos en el alma, es un tatuaje indeleble! Deja ya de mortificarte: por querer poseerlo todo, te quedaste sin nada. Has acumulado raíces sabiendo que son falsas: no tienes nacionalidad, ni religión, ni historia, ni futuro, tampoco tienes edad ni sexo. No dejes que se te escape el Presente, no te excluyas de él, entra, la poesía es el descubrimiento del instante, tu casa son las nubes, vaga con ellas, llueve con ellas y húndete en el paisaje desconocido donde en lugar de árboles están brotando templos.

No te odio, te amo profundamente; tu negación me hizo, tu superioridad y tu desprecio me dieron alas, lo mucho que me quitaste me otorgó la libertad. ¡Aquí no mandas, este es mi delirio, mi mundo personal! ¡Puedo vencerte: te convertirás en lo que eres: una gárgola angélica! ¡Vuela por fin hacia la luna, hazla estallar y parte a conquistar el cosmos! ¡Sal del útero materno, que por falta de infinito aglutinó sus ansias en un cáncer! ¡Paso libre!

Entablamos una lucha de voluntades

Aflojé al comienzo, pero poco a poco me fui imponiendo. Se llenó de plumas, le crecieron alas, su corazón estalló en una esfera de rayos irisados, desprendió las garras del suelo y obedeciendo al llamado de los astros ascendió hasta perderse en el abismo celeste.

Nadie vaya a creer que en algún momento confundí estas alucinaciones con la realidad. Sabía muy bien que el jarabe de la bruja había abierto los puertas del sueño haciendo que se volcara en la Avenida Central. Sin embargo, por muy irreales que fueran, ver nacer, atravesando la piel y la ropa, esas plumas blancas en el cuerpo de mi hermana, convirtiéndola en mujer ave; ver el par de alas color carne desplegarse de sus omóplatos, con un siseo semejante al frote de la seda; ver al gigantesco erizo de rayos que surgía de su pecho provocar en la niebla centenares de arco iris concéntricos; ver esas garras rapaces, que durante una vida entera se habían apoderado de todo sin querer soltar nada, desprenderse por fin de los intereses terrestres; y por último, como una esplendorosa Virgen, verla ascender hacia el corazón del Universo, fue un espectáculo que me curó las llagas de la infancia: su cuerpo glorioso, brillando en el cielo negro, era el espejo de mi alma.

Puse los pies en los hombros de un ángel

En los muros del cementerio la niebla acumulada capa por capa durante dos siglos había formado una piel resbalosa. Tuve que amontonar tarros de basura para poder escalarla. Puse los pies en los hombros de un ángel que indicaba el futuro con ridícula esperanza y salté hacia el sendero bordeado de tumbas, tratando de no desgarrar mi paquete de excrementos.

Creí que me sería fácil dar con la sección judía, pero las nubes negras se negaban a dejar pasar la luz lunar. Vagué una eternidad , temblando y transpirando , hasta que encontré un cuadrado de viejas tumbas con inscripciones en hebreo y español antiguo. Comenzó a llover a chuzos un agua helada envuelta en niebla caliente. Metí el paquete bajo mi impermeable y avancé tratando de atravesar la penumbra.

Borrosamente distinguí un nombre: Sara

Por fin la tumba de mi madre! Frenético: rompí las hojas de periódico, deposité el kilo y medio sobre la piedra mojada, oriné en la masa café y la extendí aplastándola con mis manos. Pronto el sepulcro estuvo cubierto. Para que la lluvia no lo lavara, lo cubrí con el impermeable. Traté como me lo había prescrito Pachita de sacar de lo profundo de mis tripas los biliosos insultos que había acumulado en la infancia, pero sólo pude gritar sin mucha convicción tres injurias banales:

  • ¡Puta de mierda! ¡Vieja huevona! ¡Monstruo hediondo!

Para después correr a guarecerme bajo el alero de un mausoleo vecino. Se oyó un trueno y a la luz de una serie de relámpagos , mientras el chaparrón iba cesando, avanzó hacia mí una vieja que se sentía elegante con su bolero de zorros plateados y un sombrerito de paja. Los relumbrones atravesaban su cuerpo transparente. Me dijo amable pero con voz sufrida:

  • No comprendo, caballero, por qué ha hecho usted esto. Creo no merecer sus insultos y mucho menos el que ensucie en forma tan vil mi última morada. Siempre fui una mujer decente. Un momento señora , aquí hay algo raro. ¿Ese sepulcro no es el de mi madre?
  • Es el mío y usted no es mi hijo. A menos que se apellide Fieldman.
  • Sí. Yo soy Sara de Fieldman. ¿A quién buscaba usted?
  • A Sara de Jodorowsky.
  • ¡Oh, ahora comprendo, la oscuridad le hizo cometer un error!

Caí sentado sobre mi magma

Su madre yace doscientos metros más lejos, en el bloque B, sendero 153. Me deshice en disculpas y comencé a limpiar su tumba. Cuando acabé la ingrata tarea, por la tensión emocional o por los efectos del jarabe, me vinieron unos terribles retortijones. La diarrea era inminente. Usando un zapato como espátula, recogí el poco excremento que quedaba sin disolver por la lluvia y corrí hacia el bloque B, reteniéndome con todas las fuerzas de mi alma. A duras penas llegué ante la tumba de mi madre. El alba incipiente me permitió leer su nombre completo. Sin tener tiempo de vaciar el zapato, de un salto trepé sobre la losa, me bajé los pantalones y, encuclillado, dejé escapar un interminable chorro fétido. El dolor era insoportable. Caí sentado sobre mi magma. Lloré. ¡Mamáaaaa! Cegado por las lágrimas, no la vi aparecer.

Al oírla chillé más fuerte aún

Me di cuenta de su presencia sólo cuando el cansancio me hizo espaciar los sollozos. En un intervalo se deslizó su voz, aquella que había guardado encerrada en el más viejo cajón de mi memoria; ésa que, a pesar de su tono distante, fue el bálsamo de mis penas de niño. Era musical, dulce, portadora de una paz angélica, el sudario tibio donde deseaba morir. Al oírla chillé más fuerte aún: había viajado de mujer en mujer perseguido por la melancolía de la ausencia de esa voz.

¡No me había acariciado con sus manos

Es cierto, quizás mi cuerpo de bebé ansioso le repugnaba, pero me había cantado acercando sus labios a mi oreja izquierda, qué importa que no fuera por amor, sino para que me durmiera rápido y así cesara de importunarla, vertiendo en mi alma el placer supremo de ese susurro que era para mí el fin de todo dolor! Nunca, hasta ahora, había comprendido la intensa emoción que me embargó cuando esa muchacha feucha se acercó a mí en un tren y me dijo: En agradecimiento por lo que usted hizo por mí, no supe a qué se refería, no recordaba haberla visto antes, le compuse una canción. Permítame que se la cante. Como yo mirara angustiado a mi alrededor, sonrió, se acercó, apoyó sus finos labios en mi oreja izquierda y comenzó, dulcemente, a cantar. Sin captar la melodía ni comprender las palabras, me puse a temblar, con la boca cerrada, conteniendo los sollozos.

Este es su regalo

Me dijo cuando terminó y, discreta, se fue a otro vagón sin decirme su nombre. Yo me quedé paralizado, con la sensación de haber atravesado el paraíso. Dormí profundamente. Al despertar hacía ya mucho tiempo que el tren estaba detenido en la estación terminal… Nunca más la volví a ver. Durante años, cuando viajé por vía férrea, creí buscarla a ella, sin darme cuenta de que era a mi madre a quien esperaba.

  • Hijo mío, Alejandrito, estás enfermo. Deja que te cure.
  • He infamado tu tumba, la he cubierto de mierda, ¿y aún quieres curarme?
  • Tu salud es más importante que todos los sepulcros. Detengamos primero esa diarrea, luego hablaremos. Come una tuna del nopal que crece junto a mi lápida. ¡Hazlo con cuidado, no te vayas a espinar! Hipnotizado, obedecí. Pelé el fruto y casi ahogándome, tragué entera la pulpa verde, del tamaño de un huevo. Al instante cesaron los retortijones. Me atreví a mirar a mi madre.

Princesa ingrávida

Tenía dos recuerdos de ella: en el primero, de antes de mis diez años, era una princesa ingrávida, de cuerpo espigado, cabellera color de la corteza del único árbol de la plaza, un castaño claro, parejo y luminoso; con ojos más azules que cualquier azul; de cuerpo duro como la piedra, cubierto por una piel fragante, tan blanca que podía compararse a la vela de una barca. Sí, era su voz la que cada noche me transportaba a la región mágica de los sueños.

Monstruo rechoncho

En el segundo recuerdo, de los diez a los veintidós años, edad en que dejé de verla, aparecía como un monstruo rechoncho, siempre enfundada en una faja para ocultar su vientre lacio y sus senos gruesos que colgaban como dos largos plátanos. De su boca las palabras salían convertidas en gritos ácidos y la piel, cubierta de pecas, semejaba el cuero de una jirafa. Volver a verla así me repugnaba.

Estaba rodeado de un aura dorada

Entrecerrando los párpados para dejar pasar el mínimo de imagen, le hice frente. ¡Cuánto había cambiado! Su pelo blanco, atado en un moño, estaba rodeado de un aura dorada. Su cuerpo enflaquecido ondulaba con gestos suaves que parecían integrarse al movimiento de las nubes. El añil de sus ojos ya no me llamaba la atención porque era opacado por una expresión de bondad tan intensa, que parecía venir del fondo de la eternidad.

  • Como lo ves, hijo mío, he muerto casi en paz. Hace ya mucho tiempo que debería haberme ido de este mundo, pero no he podido hacerlo por una sola cosa: tengo una deuda contigo. Me he quedado aquí, esperándote. ¡Qué bueno que por fin hayas venido! Hablemos.
  • ¿Y toda esta porquería?
  • No te preocupes, la lluvia se encargará de limpiarla. También tú deberías dejarte empapar porque hueles muy feo.
  • ¡Basta, tu solicitud es tardía, ya soy un hombre, debiste comportarte así cuando era un niño!
  • Cuando eras un niño yo vivía como un violín, encerrada en mi estuche negro. Obnubilada por el odio a ese pobre ser que fue Jaime, no podía sino ver su imagen execrable. Entiéndeme bien, en esa época ni yo ni él estábamos en condiciones de captar la realidad, el ser del otro; sólo podíamos comunicarnos por medio de imágenes que nosotros mismos proyectábamos. Nunca nos conocimos. Ambos habíamos sido huérfanos, niños a los que se les dio calidad de perro ajeno. El dolor del abandono nos encerró en torres sin puertas ni ventanas y lo mismo que nos hicieron te lo hicimos a ti. Eso, sin embargo, no significa que tu madre no te amara: ahí llevaba yo como un castigo mi ternura, dos inmensas alas quebrándose los huesos al aletear dentro de los muros. Lo confieso, tuvieron que pasar muchos años dolorosos, tuve que verme envejecer, dejar de estar clavada frente al espejo tratando de inventar seducciones, para darme cuenta de que te quería, con pena, con remordimientos, y que, de manera sorda, nunca había cesado de deplorar tu ausencia. Es cierto que me lo merecía, pero sin embargo tu corte fue brutal. ¡Pudiste pasar treinta años sin escribirme ni llamar por teléfono!

 Hice esfuerzos por ir a visitarte

Cuando estaba agonizando hice esfuerzos por ir a visitarte en sueños; quería que lo supieras, quería que tomaras un avión y vinieras a verme al hospital, quería morir en tus brazos. Al no verte llegar, con el poco de conciencia que me quedaba, traté de escribir una carta, pero era tanto lo que quería decirte que no tuve las fuerzas para hacerlo. Te dejé entonces como herencia tres frases.

  • ¡Mentira, se las dejaste a Raquel! Ella guarda secreto ese tesoro y no lo quiere compartir.
  • Pobre Raquelita, víctima de la pasión de su padre: ella era la niña que él hubiera querido ser para que su madre lo amara, tu abuela odiaba a los hombres y había hecho pareja con Benjamín, el hermano homosexual de Jaime: dormían en la misma cama y usaban los mismos trajes porque ella siempre se vestía de hombre; víctima también de mis celos: todo lo que ella obtenía, yo se lo iba quitando. No sólo le corté la melena, sino que también la obligué a raparse el pubis. El día que tuvo su primera menstruación, la traté de puta sucia y le dí una bofetada. Más tarde imité su sensualidad juvenil, le copié el maquillaje y los vestidos, seduje a sus pretendientes, compuse boleros que tuvieron mucho más éxito que su refinada poesía. ¡Hasta el día de mi muerte le chupé la sangre! Por eso se quedó pegada a mí, tratando obsesionada de quitarme lo que le había robado. Por eso también se apoderó de las tres frases.
  • ¡Y yo me quedé con la curiosidad de conocerlas!
  • ¿Quieres que te las diga? ¿Estás por fin dispuesto a recibir algo de mí?
  • ¡Espera, aún no estoy preparado! Antes debo perdonarte. Al mismo tiempo quiero que tú me perdones. En el juego de la desgracia, el verdugo y la víctima intercambian a menudo sus papeles.
  • ¿Cómo pudiste haber sido tan inconsciente? ¿Cómo nunca te diste cuenta de que no te pedía pan sino ternura? ¿Por qué me engordaste hasta los cien kilos obligándome a tragar litros de leche con huevo y plátanos? ¿Cómo pudiste encerrarte tanto, por muy doloroso que fuera, en tu universo personal? ¿Cómo pudiste no verme, ni oírme, ni tocarme? ¿Por qué cada mañana escuché tu voz agria despertarme con un ¡Hediondo, vete a duchar!? ¿Por qué me hiciste culpable de tantos crímenes imaginarios?
  • Basta de quejas. Debo decir en tu favor que una noche apareciste en un sueño.

Estoy agonizando, sola, en un hospital de Lima

Vengo a decirte que el cáncer en los ovarios no me lo has dado tú. Quiero que dejes de sentirte culpable: no muero porque me abandonaste sin nunca preocuparte de mi suerte; soy yo la responsable. Comprende , no hay diferencia entre un sueño y la vida. Provocamos lo que nos sucede. Pero el golpe primero viene de muy lejos, un felino voraz que trepa desde las raíces del árbol para devorar al pájaro que anida en las últimas hojas.
No conocí a mi padre, un secreto denso oscureció siempre mi nacimiento.

Por fin ahora que me disuelvo en la memoria del mundo, puedo desentrañarlo. Durante un pogromo, desde el atardecer hasta el alba, treinta cosacos ebrios violaron a mi madre, la virgen más hermosa de la aldea. Del esperma de alguno de ellos quedó encinta. Esa misma noche asesinaron a toda su familia. Recuperó la razón, embarazada de seis meses, en un barco que la llevaba, con otros mil emigrantes, a colonizar tierras estériles en Argentina. Allí la protegió Moisés, mi abuelastro, un animal solitario sediento de compañía.

Fui limpia, discreta, servicial, humilde, obediente

Apenas fui parida me depositaron en las manos de una criada, para ponerse de inmediato a fabricar a mi media hermana, la Negra, aquella que nacería con todos los derechos, orgullosa propietaria del amplio sitio que a mí siempre se me escatimaría. ¡Ah, cómo luché por ser querida! Fui limpia, discreta, servicial, humilde, obediente. Se esforzaron en mostrarse amables, pero mi presencia era el testimonio viviente de la violación y la vergüenza. Cada vez que mi madre me veía más de tres minutos, estallaba en sollozos, el rostro se le ponía granate y, semi ahogada, tenían que llevársela a la oscuridad de su dormitorio, donde permanecía acostada, temblando durante horas, hasta que un sueño profundo venía a calmarla.

¿Comprendes ahora? Bajo mi cariñoso pedido, yo llevaba una rabia intensa que, paso a paso, burlando mi voluntad, se convirtió en odio. Un odio del que nunca quise enterarme. Esos alaridos amordazados, se aglutinaron en un tumor. Y mientras más yo callaba, más crecía él. Me presté con alivio a su ablación aunque aquello significara acelerar mi muerte. Cuando me mutilaron cesó el pogromo y pude comprender.

¡Perdóname, hijo mío!

A medida que emergía de la bruma emocional, me iba dando cuenta de tu ausencia; primero preguntándome quién eras, no recordaba de ti ni tu cuerpo ni tu cara, sólo tu nariz; luego recriminándome por no conocerte. Después te imaginé con todas las cualidades que se prestan a los ausentes o a los muertos. Sufrí años esperando que llamaras. La ansiedad por escuchar tu voz hacía que a veces me sangraran los oídos.

Para evitar sus celos, nunca le conté esta pena a tu hermana. La rumié con resignación hasta perder las ilusiones. Para mi desesperación volviste a ser lo que siempre habías sido: una sombra vaga. Tienes derecho a odiarme.

A medida que hablabas ibas perdiendo la energía

Dejé de tener pena por mí mismo y me di cuenta por primera vez de tu sufrimiento, de lo poco que habías gozado, de la frustración total que fue tu vida. Recuerdo que me acerqué a la camilla donde yacías, me senté junto a ti, dejé que tu cabeza reposara en mi pecho, acaricié la ancha cicatriz de tu vientre, quise decirte tantas cosas, darte cariño para que te fueras tranquila, pero no pude pronunciar una palabra. Seguí, mudo, frotando aquella cicatriz, más y más, con tal fuerza que la rasgué. La sangre surgió como un torrente y continuó cayendo en cascada del lecho metálico al suelo. Feneciste entre mis manos con el piso convertido en una poza roja.

Desperté transpirando

El rencor todavía estaba ahí. Le resté importancia profética al sueño, diciéndome que era una pesadilla ocasionada por cenar demasiados tacos de cerdo, y continué mi vida de asesino psicológico de mujeres. Enterré esas pobres almas en mi memoria, me convertí en un cementerio ambulante. Cada noche, antes de poder dormir, veía a las muertas salir de las tumbas, vestidas con ridículos trajes de novia que les dejaban las posaderas al aire, murmurando calientes mi nombre.

El nombre que tú me habías enseñado a odiar

¡Dios mío, cuántos destrozos! ¡Es hora de que esto termine! Me puse de rodillas ante ella, traté de tomarle las manos pero mis dedos se cerraron atrapando sólo aire. Si quería unirme a mi madre tenía que salir del cuerpo. Como sabía que estaba bajo la acción de una droga, dirigí mis alucinaciones, abatí mis defensas, disolví los límites, metí la cabeza, las manos, el torso y por fin las piernas, en el muro de carne. Bruscamente dejé atrás al hombre de rodillas y me encontré de pie, transparente, ante el fantasma de mi madre. ¡Qué ligereza verse libre de necesidades, deseos, emociones, pensamientos! ¡Embriagarse en la felicidad de brillar, cualquier recuerdo convertido en fosforescencia! Allí no había madre ni hijo, ni mujer ni hombre, sólo dos luciérnagas disolviéndose lentamente la una en la otra.

Comenzamos a vibrar, ya no había límites entre su esencia y la mía

Y esas ondas en forma de esfera fueron el canto en el que se disolvió nuestra impalpable médula. Nos extendimos a velocidad torrencial avanzando junto con el infinito. Era como navegar en un filo invisible, conquistando latido a latido la sedienta negrura para inundar de luz el abismo. Amor se convirtió en una palabra sin sentido. Consumíamos el esqueleto de los vocablos transformándolos en estrellas fugaces, absurda alegría de ser más allá de los límites hasta perderse en la indiferencia. De pronto ella, haciendo un tremendo, desgarrador esfuerzo, recuperó su individualidad.

¡No, hijo mío, sepárate!

No quieras desaparecer en mí. No me caves, no me llenes. Tienes una responsabilidad con tu cuerpo, no vas a dejar morir a ese fiel animal: este sueño es tuyo pero es sólo un sueño, nuestro canto puede llevar tu carne a la muerte. ¡No me conviertas en asesina! ¡Regresa!

De un poderoso sacudón me envió hacia el mundo denso. Una por una , cada célula hambrienta se apoderó de un fragmento de alma. La carne oscura tragó mi lumbre. Vi llegar a dos ángeles desplumados: el frío y el calor. Los sentidos me apuñalaron dividiendo la unidad en respuestas diferentes,. Adquirí peso, fui otra vez un hombre arrodillado sobre la tumba cagada de su madre.

  • ¡Por favor, espera! ¡No te vayas sin antes darme tus tres frases!
  • Perdiendo la forma humana, semejándose más y más a una medusa, balbuceó:
  • Si quieres .encontrar la luz, busca la raíz  de la sombra.
  • ¡Eres un astro, brilla sin temor, a opacar, a los planetas!
  • No quieras, nada, para ti, que, no, sea, para.

No alcanzó a terminar su tercera frase. Quedaba de ella sólo una pequeña aureola que se deshizo en rocío. Me alegré de recibir un legado inconcluso.

¿No comienza, no termina, qué es?

Una gran paz inundó el cementerio. Los primeros rayos del sol ahuyentaron a la niebla. Centenares de pájaros comenzaron a cantar. Esas voces angélicas, como un bálsamo, cerraron mi corazón abierto. Sara por fin se había disuelto en el mundo. Su bondad purificaba el aire. A donde quiera que yo fuera, ella estaría conmigo. Vacié un florero y recogí agua de una fuente cercana. Junto a ella encontré una carretilla con cepillos y panes de jabón. Comencé a limpiar el sepulcro hasta dejar la piedra brillante.

El efecto del jarabe estaba pasando

Ningún fantasma rondaba por los parajes, sin embargo, muy lejanas, lejanísimas, hundidas bajo las losas polvorientas, oí voces quejándose de abandono. Decidí lavar todas las tumbas. A pesar de no haber dormido, me sentía lleno de vigor. Jaboné, escobillé, enjuagué. Acabé mi tarea cuando ya estaba atardeciendo. El cementerio, enrojecido por el sol moribundo, brillaba como un collar de inmensos rubíes.

  • Volví al hotel, me dormí sin cenar y a la mañana siguiente tomé el avión de regreso a México.
    ¿Hiciste las paces con tu madre?
    Sí , Pachita, pero,
  • Has cesado de ser un niño. No eres más un asesino de mujeres: deja de escapar y entrégate al amor. Ahora no sólo fornicarás con el cuerpo sino también con el alma. Ve a buscar a tu muchacha pero no la beses ni la poseas. Espera hasta que sea la luna llena, entonces.

El Hermanito nos ordenó cortar la electricidad

Pura, sin la menor discusión, aceptó seguir las instrucciones de Pachita: una serie de actos que debíamos realizar escrupulosamente para llegar al coito sagrado. Fue muy importante que catorce días antes de la experiencia no comiéramos carne, sólo vegetales crudos. El Hermanito nos ordenó cortar la electricidad, alumbrarnos con una vela y dormir cuatro horas por noche.

Cada amanecer debíamos bañarnos con agua fría, usando limones en lugar de jabón. Tuvimos que vaciar el dormitorio de todos sus muebles y objetos, lavar siete veces el piso con litros de una infusión de verbena, también las paredes y el techo. Raspamos durante horas con escobillas de paja hasta que no quedó un milímetro sin pulir. Teníamos que hacerlo con dedicación consciente, con cariño, como si estuviéramos limpiando el interior de nuestro propio vientre.

Debimos robar en una iglesia

Cuando terminamos el aseo, antes de perfumar el cuarto con incienso, que debimos robar en una iglesia, ubicamos los cuatro puntos cardinales. Después, Pura, con una aguja de oro, y yo, con una aguja de plata, nos picamos el dedo índice izquierdo para depositar una gota de nuestra sangre en cada ala de una paloma blanca, que tenía en la pata amarrada una cápsula conteniendo un papel con tres palabras: Amor sin fin y la dejamos irse volando quién sabe hacia dónde.
Alejandro Jodorowsky
La Danza De La Realidad
La Vida Es Un Cuento

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2 Comments. Leave new

  • En mi búsqueda de la raíz materna, conservare estas imágenes.
    Con tu permiso me atrevo a usarlas como guías, deseando encontrar eso que formo a mi Madre.

    Un abrazo!

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